viernes, 30 de junio de 2017

LA COMETA DORADA

La cometa dorada

Dezso Kosztolanyi

Traducción de Marta Komlosy

Ediciones B
Barcelona, 2005
333 páginas
17 euros

Lo que nos hace la vida


Es posible que entre los lectores de este país se esté formando una comunidad clandestina, cuyos lazos son la afición por las novelas del centro y este de Europa, de la región oscura, impermeabilizada por el telón de acero durante docenas de años. Algunas editoriales, como El Acantilado, Minúscula o la propia Ediciones B, van recuperando la memoria de esos territorios para presentarla al público español. Y me refiero a la memoria al hablar sobre literatura de ficción, porque suele ser en el terreno de la narrativa, y no en el de la escritura de historia, donde cabe hallar trozos de geografía humana. No hay que pensar mucho para darse cuenta de que esta novela, La cometa dorada, es una muestra de lo cotidiano, de lo real. El protagonista es Antal Novak, un profesor de matemáticas y física en una escuela pública, un hombre de cuarenta y cuatro años, viudo y con una hija de dieciséis años enamorada de uno de los alumnos del profesor. Y los secundarios son los alumnos del instituto que se preparan para el examen de reválida, los otros profesores, algún familiar de Novak y mucha, mucha, gente de la calle: tenderos, abogados, médicos, farmaceúticos y niños que vuelan cometas doradas. Alrededor de estos personajes, Kosztolanyi despliega los detalles que dan vida a una ciudad de provincias, autónoma, en la que los habitantes digieren su propia existencia como si se tratara de un organismo autónomo, capaz de regenerarse fagocitando sus propias proteínas. Dichas proteínas comienzan siendo datos humanos y paisajísticos, de la calle, que en una bonita obertura tratan sobre la alegría de vivir, representada en la contemplación de una cometa dorada. A medida que vayamos penetrando y conociendo el microcosmos propuesto, nos iremos dando cuenta que los matices del gris van sustituyendo a la vitalidad de la primavera, hasta que a un hombre gris sometido a una existencia gris se le presente un final para el que la vida no le ha entrenado. Y así pierde.
Entre ese inicio y el epílogo en el que en breves trazos se comenta qué ha hecho la vida de cada uno de los personajes secundarios, en qué pueden transformarnos diez años sobre la Tierra, una caterva de arquetipos, personajes bien definidos para evitar confusiones dado que estamos ante una novela coral, actúan ante nuestros ojos por unos impulsos que ignoramos de dónde proceden, pero que se nos antojan exteriores a sus personalidades. Algo extranjero al cuerpo humano les obliga a hacer lo que hacen, algo que de no ser por un pudor educativo, yo llamaría conciencia; de hecho, uno de los parámetros utilizados para diferenciar personalidades, parece ser la cantidad y calidad de la conciencia de cada individuo. Los caracteres quedan perfectamente definidos por sus reacciones, por sus comentarios, por cómo disponen las cosas a su alrededor, sobre todo a partir de la mitad de la novela, pues Kosztolanyi hace coincidir el cénit de la misma con el centro del texto, disponiendo la historia en un díptico simétrico. Los hechos clave serán la fuga de la hija y el examen de reválida a que se someten los alumnos, una prueba cuya trascendencia supera lo académico pues, como casi todo lo que se dispone en la novela, posee un significado metafórico, ritual: se trata de la línea que marca el paso a la madurez.
Siguiendo una estructura de eslabones encadenados, en la que los personajes se pasan constantemente el relevo de la acción, asistimos a una proyección protagonizada por seres que nos invitan a que nos identifiquemos con alguno de ellos. Lean y escojan con quién empatizar.



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