lunes, 19 de junio de 2017

DIARIO DE UN LOBO

Buenísimo. Lo reseñamos para Quimera

Diario de un lobo
Mariusz Wilk
Traducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg
Alba
Barcelona, 2009
278 páginas




Un escritor casi desconocido en nuestro país, el polaco Mariusz Wilk (1955- ), aterriza en las librerías convirtiendo, gracias a este extraordinario texto, a los libros de viajes más clásicos en diferentes visiones de turistas de variado pelaje, más o menos sofisticados o sensibles, que disfrutan estampas más o menos sublimes, se reconocen en encuentros de diverso calibre espiritual y son capaces de transcribir sus divertidas anécdotas con un acierto acorde a sus cualidades literarias. “Vosotros repetís las opiniones de la mayoría, yo, en cambio, estuve allí”, escribe Wilk, reproduciendo las palabras del marino inglés Chancellor cuando se esforzaba porque la sociedad británica creyera su testimonio por encima de los lugares comunes que imperaban acerca del norte de Europa. Wilk sabe que la mayor dificultad de la literatura de viajes consiste en conseguir que el lector acompañe al viajero, y es consciente de las trampas que este puede tender a lo largo de un texto. De ahí, por ejemplo, su crítica a Kapuściński, quien visitó el Imperio soviético en decadencia obviando a la sociedad más rural, a la gente más apartada del mundo. Como los habitantes de la isla Solovki, situada en el mar blanco, a menos de doscientos kilómetros del Polo Norte, y que es el destino elegido por Wilk para profundizar en el conocimiento humano y, en consecuencia, y si prestamos atención al entusiasmo que destila el texto, el que se convierte en su patria, en su memoria: “de lo que se trata es… de recapitular el camino recorrido y no de coleccionar impresiones de turista”, afirma, dando a entender que la maldición de los libros de viajes es que para sus autores lo importantes no es viajar, sino haber estado, haber viajado: “Elegir la ruta al azar es como escribir un libro echando los dados y dejar que los temas los sugiera el destino y la voluntad de los funcionarios… y no la lógica de las cosas”.

Wilk encuentra en este rincón marginado, un gran peñasco de pocos kilómetros cuadrados, un compendio de lo que fue y sigue siendo Rusia, un lugar donde coexiste el imperio que se tambalea con “la Madrecita que yace abandonada en la carretera”. Para ello divide el libro en capítulos cortos, y lo estructura de la forma más sencilla posible: comienza enumerando lo que percibe para, a continuación, reseñar la historia del lugar, y termina con una indagación de la gente con quien comparte sus días, y también sus razones para seguir respirando más allá de la necesidad animal. Y todo con un lenguaje con el que llama a cada cosa por su nombre, porque, como escribió Pável Florenski, “la realidad en el norte es más delgada que en otros lugares”, y de ninguna otra manera se puede expresar la dureza del clima, la pobreza, la noche eterna, el alcoholismo, el barro sobre el que dejan huellas las botas o el hielo que es preciso arrancar para echar un anzuelo: “El silencio es tan grande que se oía la sangre corriendo por las venas”, comenta durante el entierro de una mujer que acaba de suicidarse.
Aunque toda esta indagación posee, en realidad, un doble fin. Por un lado el de divulgar la existencia de un lugar casi tan maldito como en su día lo fue la isla de Sajalín, tan perfectamente descrita por Chéjov en un libro que también puso a nuestra disposición la editorial Alba, el afán de crear para el lector el espíritu de una gente que se ha construido sobre un paisaje, una historia, una tradición y unas leyendas que difícilmente uno escogería como propias. Pero por otra parte, el libro es una reflexión moral en la que participa activamente la literatura, la creación. A la hora de abordar esa dicotomía clásica entre literatura y vida, Wilk opta por confundirlas, por definirlas como una sola melaza.
Diario de un lobo es una obra maestra que consigue reducir la vida a lo que de verdad importa: frente a un hombre que pretende vivir en el norte para contemplar la aurora boreal, se hallan los que nacieron allí, gente que “no piensa en el autogobierno, sino en huir lo más lejos posible”.



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