lunes, 19 de junio de 2017

ZONA DE OBRAS

Zona de obras
Leila Guerriero
Círculo de tiza
Madrid, 2014
244 páginas







Antes de afrontar la lectura de este libro, si no conocen las crónicas y perfiles escritas por Leila Guerriero (Argentina, 1967), paséense por Frutos extraños (Alfaguara, 2012). Allí encontrarán los textos a los que se refiere la excelente periodista cuando alguien le pide que explique su trabajo. Y en este libro de lectura obligada, Zona de obras, encontrarán la respuesta, la clave con la que elabora su literatura: pocas veces nadie ha sido capaz de responder con tanta sinceridad, con tanta vehemencia sin ironía ni viveza, limitándose a decir, de mil formas: “no lo sé”. En el periodismo, en ese periodismo que es literatura porque, a fin de cuentas, se escribe con las mismas herramientas que un relato, todo son preguntas, las mismas preguntas que salen al paso a quien elige vivir. Y no cabe hablar de excusas o de academias, de fórmulas de trabajo o esquemas infalibles. Leila va dejando bien claro, a lo largo de sus artículos, de sus intervenciones, que lo único que puede decir es que debemos mirar con carácter, contar un mundo, tratar de entender. Dicha base creativa es el substrato de Balzac o de Dickens. Pero también de Gay Talese y de Ryszard Kapuściński.
Olvidémonos de un manual ni de un ensayo. Zona de obras reúne diversos textos sobre el oficio de ser periodista. Oficio porque Leila considera que escribir es una labor ingrata. Pero que es muy satisfactorio haber escrito. No conviene que nadie se acerque a esta obra pensando en que va a toparse con algo así como un libro de autoayuda para escribir mejores reportajes. Porque lo que contiene Zona de obras es, más bien, un libro espiritual, en el sentido en que Leila habla del espíritu de la crónica, del perfil, del relato de la realidad. No de su materia, no de su infalible olfato ni de cómo ordenar las palabras, las frases, los párrafos. Sí que nos acerca a su eficaz estilo, que no olvida ni siquiera en las conferencias, con esas metáforas que son tan precisas como poco ornamentales (las bocinas raspan el cemento, el sol nace enrojecido por la contaminación). También confiesa su formación literaria, que es una formación humana, su amor por el cine (sobre todo por Lawrence de Arabia), por un poliedro de músicas, de poemas, por alguna novela gráfica, por las conversaciones, por no transformar ninguna forma de arte en algo endogámico. Y por convertirse en un ser transparente durante su trabajo de investigación.
Y menciona, de cien maneras, la pasión. La pasión por vivir que mejor se ha acoplado a su mapa genético: “Yo siempre estaré buscado, como un tigre cebado, como un lobo en la noche, los rastros de esa fe, las huellas de ese estremecimiento”. Para Leila no existe esa leyenda del periodista que a tantos justifica subirse a algún pedetal. Porque no hay más mito en escribir, publicar, ser leído y ser querido por lo que has escrito, que en cualquier otra suerte de vida: “El oficio que practico me enseñó a escuchar mucho y a hablar poco, a olvidarme de mí y a entender que todas las personas son su propio tema favorito”. La vida es algo holístico. Todo es vida. Todo es materia sobre la que escribir. Y será esa materia la que te facilite el arranque poderoso, el tono de la prosa, el gancho verosímil que nadie nos había advertido que podría golpearnos. Y la que nos lleve, una y otra vez, a poner a todo trapo a funcionar esa máquina interior que nos indica que no estamos muertos y que, a falta de un nombre mejor, llamaremos curiosidad.
“Dar consejos es oficio de soberbios”, escribe. Por eso la mejor forma de conocer es ser consciente de lo poco que uno sabe. “Expónganse a chorros de emoción ajena”, dice. Porque la dicha no es un argumento que se exprese con palabas. Y recuerden que lo más importante es que quien hable, quien escriba, tenga algo que decir, y que a esa prosa deben llevar el entusiasmo con que vivieron, el nervio y la sangre que restallará en el oído del lector.


Fuente: Quimera

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