Nosotros
matamos a Stella
Marlen
Haushofer
Traducción
de Rosa Marta Gómez Pato
Contraseña
Zaragoza,
2024
103
páginas
En
lugar de a Moisés guiándonos mientras Dios divide el mar, de camino a la Tierra
Prometida, tenemos la culpa, que es todo lo contrario: el agua se nos viene
encima, nos ahoga y, además, está envenenada. La narradora de esta novela
corta, Nosotros matamos a Stella, está atormentada por la culpa, y ese
tormento lo proyecta en todo, hasta en un marido infiel que la engaña con la
muchacha que han acogido en su casa: «Siempre que Richard intenta engañarme, me
sobreviene un sentimiento de vergüenza incomprensible, aunque no sea yo la que
tiene que avergonzarse. Pero es precisamente su falta de pudor lo que me deja
muda de vergüenza». Hemos dicho engaña, pero tal vez no sea el verbo exacto,
dado que no hay lugar a confusión. Donde sí es todo confuso es dentro de la
cabeza de la narradora, Anna, una mujer que responde a los perfiles que creaba
Marlen Haushofer (Frauenstein, 1920 – Viena, 1970), personajes para quienes
todo supone un exagerado esfuerzo a la hora de vivir.
Haushofer
nos ubica dentro de esta mujer, y también dentro de una familia burguesa
austriaca, con un padre abogado y dos niños estupendos, y también nos ubica
dentro de lo que se supone que es un hogar. En realidad, estamos tan dentro —de
la cabeza y encerrados en las paredes—, que volvemos a sufrir la sensación de
claustrofobia, esa que Haushofer ya explorara de manera sorprendente en su
novela más conocida, El muro. Teniendo todos los mimbres para ser
felices, hay una extraña elección hacia la infelicidad: desde la posición de un
lector sumergido en el desamparo que se va confesando, da la sensación de que
si no tiene las herramientas para salir de ahí, es porque no mira en la
dirección correcta: bastaría con girar la cabeza, con asomarse a la ventana. Bastaría,
incluso, con abrir esa ventana. De hecho, la presencia de Stella termina por
enfangar más su desconsuelo, enfrentada a la inocencia que, damos por supuesto,
ella tuvo en alguna ocasión, antes del matrimonio. ¿Por qué no abandonarlo?
Desde el principio, destaca la inseguridad entre los caracteres de la mujer: «Sospechamos
que luchamos por una causa perdida y emprendemos pequeños y desesperados
intentos de rebelión. Cuando fracasa el primer intento, lo que, por lo general,
suele ocurrir, nos rendimos hasta el siguiente, que ya será más débil y que nos
volverá todavía más miserables y derrotados». Será esta inseguridad el sustrato
sobre el que se geste ese extraño pesimismo, ese absurdo que obedece, sobre
todo, a la emoción que mueve al mundo, que es el miedo. Podemos ver,
fácilmente, los estragos de esta cobardía cotidiana, burguesa, que terminarán
con un accidente que se asemeja bastante a un suicidio.
Mientras
asistimos al decadente espectáculo que alguien que parece autofagocitarse, como
si creyera que el destino la ha criado para ello y no se mereciera otra cosa,
vamos apuntando las peculiaridades que desprende de este relato, y que atienden
a lo que menos desearíamos vivir: hay un claro fracaso existencial, un
desasosiego que deforma, una rutina que se nos antoja la verdadera cárcel, y
está presente el mutismo, la incomunicación, la imposibilidad de hacerse
entender o lo que sea que nos ha hecho renunciar a hacernos entender. No están
definidos los trastornos, pero nos hallamos, claramente, ante una gente que
padece mutilaciones sentimentales, fallos en el motor de las emociones que nos
llevan a reducirnos a una dualidad pueril, la del blanco o negro: «La vida con
Richard me ha corrompido y convertido en algo irrecuperable. Sería absurdo
comenzar algo nuevo desde que sé que hay asesinos bondadosos». Lo que no
deberíamos hacer, que es lo que hace nuestra protagonista, es quedarnos quietos.
Y, sin embargo, cuántas veces nos congela la culpa, la cobardía. De eso trata
esta novela que huye de algo tan poco natural como es la calma.
Fuente: Zenda
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