Las listas del pasado
Julie Hayden
Traducción de Inés
Garland
Muñeca infinita
Madrid, 2021
219 páginas
“Se repite, de tanto en tanto, esa agitación terrible, inquietante, la insistencia de hasta los más débiles por seguir viviendo en las peores circunstancias”.
Esto lo escribe Julie
Hayden (1939 – 1981) en uno de los pocos relatos que escribió en su vida, pero que
bastaron para configurar un libro que posiblemente no sea inaudito, pero se
enmarca entre las obras que no nos gustaría olvidar. Hayden escribe con nitidez
y con un tono que da la impresión de pertenecer a un testigo en un tribunal. El
testigo es un observador de lo cotidiano y el tribunal dirime acerca del
sentido de la vida. Si es que tiene sentido, al menos para estos seres
desnortados, gente que busca con desesperación, pero sin energía, pues la que deberían
tener para la búsqueda se ha consumido en el oficio de salir adelante. Para
ello, Hayden nos introduce en un mundo en el que la credibilidad está en el
filo del demasiado: todo se encuentra a punto de ser demasiado, demasiado real
y demasiado imaginativo, demasiado concreto y demasiado universal. Hay, eso sí,
un aspecto que nos ayuda a entender que existe también el descanso, que es la
presencia constante, algo lenitiva y metáfora que nos indica que existe otra
posibilidad de vida, más natural, de parques y jardines.
Entraremos en el mundo de
Hayden a través de unos personajes que nos muestran lo que uno va dejando de
vivir, más que lo que uno vive. En los primeros relatos, adultos pasean con niños
para ofrecernos el contraste entre lo que es y lo que desearíamos que pudiera
haber sido. Porque los niños redimensionan el mundo adulto, nos muestran, en
paralelo a la realidad, las opciones de futuro, cuando ya no existe posibilidad
de contemplar el futuro como una opción. Y, sin embargo, estamos en un
proyecto, que podríamos llamar vida para no dejarlo en mera existencia, en el
que se impone la necesidad del movimiento. Los acontecimientos se suceden,
aunque no tengan objetivo, sin remisión, y nosotros nos vemos obligados a subir
a la ola, o a perecer bajo ella. No hay muchas más alternativas. ¿Sabemos lo
que significa y lo que nos aporta cada ser, cada objeto con el que coincidimos
en nuestros días vivos? ¿Sabemos relacionarnos con todos ellos, con los
árboles, con los críos, con los vecinos, con los familiares, con los
desconocidos, con la calle y con el tiempo? Para ello debemos reinventarnos
constantemente. El problema de reinventarse es que como esto tiene un final,
uno no cesa de preguntarse para qué se reinventa, para qué ese esfuerzo. Y a
medida que envejece, siente cómo se esclerotiza hasta la voluntad. Pero hay que
salir adelante:
-¿Una flor?
-El liquen.
-No es una flor.
-Sobreviven
Hayden registra y nos
registra. Registra las costumbres desde los ojos de quien comulga queriendo ser
ajeno. Es esa región ambigua del relato, esa forma de entender, lo que otorga a
los cuentos un extrañamiento que nos atrapa: no hace falta dejar volar la
fantasía para darnos cuenta de que el mundo también es ajeno. Cualquier tarde
con cualquier ocupación, cualquier tarde de cualquier persona, puede ser algo a
lo que nos gustaría renunciar, precisamente por lo fácil que es reconocernos en
ella. Hayden retrata el mundo así, a través de lo que sucede a su alrededor. Colocando
el horizonte muy cerca, nos acerca a casi todas las personas, sin importar lo
lejos que se encuentren.
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