Parisia
Damián Cordones
El Transbordador
Málaga, 2021
130 páginas
Digamos que en este país se abrían
caminos hacia el optimismo, mientras los gritos ibéricos -los que cantaban los
goles o desafiaban a los machos de otros países- iban perdiendo fuerza. Se
intentaba eliminar la penumbra con la misma decisión con la que se intentaba eliminar
el hambre, los jóvenes empezaron a pasearse en Vespino y las turistas hacían top-less
en las playas. La misa de doce de los domingos tenía una función más social que
religiosa, porque la religión ya no conseguía meter miedo: los convencidos de
que no había Dios eran tan numerosos como sus seguidores, y éstos comenzaban a
sospechar que su fe era, en realidad, una cuestión de hábito.
En esos años, y no por
casualidad, ambienta Damián Cordones (Arjnilla, Jaén, 1980) su última novela, Parisia,
cuyo título se debe a la urbe que era entonces el ideal de modernidad, el ideal
de libertad, el centro del mundo, de la sabiduría, de la inteligencia y de la
cultura: París. En un tiempo brevísimo el país tuvo que superar la infancia, la
pubertad y la adolescencia, e incluso tratar de superar lo que viene después de
la adolescencia para llegar a la senectud, que es esta época mal tallada en la
que se recuperan los caprichos de la infancia. Es cierto que hay un trasfondo
de crítica a lo carpetovetónico en esta obra, en que los personajes juegan, con
un infantilismo total, pero con el poder de los adultos, a no ser más españoles,
a emular la época dorada francesa, la era de Luis XVI. Por ahí rondan el
cardenal Richelieu e incluso un soldado llamado Napoleón. Estos individuos
comenten el delito de delirar y dejarse arrastrar por el delirio. En un lugar del
Algarve, huyendo de un país que no quieren ver cambiar, que se niegan a reconocer
si se acometen los cambios que predicen, alucinan con la instalación de un
reino. Reflotan un balneario y convierten a las piscinas en piscifactorías, se reparten
los cargos y se instauran unas leyes que están tan escritas y son tan firmes
como las de los juegos que improvisan los niños.
La simulación terminará
por comerse a los protagonistas. Dejarán de ser actores para ser marionetas del
teatro, marionetas sin manipulador, es decir, desnortadas: no hay otra ruta que
no sea la de los caprichos. Y estos llevan al disparate. Narrado en un presente
verbal y con frases sencillas, cortas, sin complicaciones, Cordones teje una
novela entretenidísima que nos hace cuestionarnos en qué consiste la madurez,
la individual y la social, enfrentándonos a lo que nos gustaría haber sido, al
mismo tiempo que no abandonamos al niño que nos gustaría seguir siendo. Y lo
que parece una comedia terminará por ser, inevitablemente, un drama.
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