Un optimista en América
Italo Calvino
Traducción de Dulce María Zúñiga
Siruela
Madrid, 2021
284 páginas
Hay un ejercicio del viajero, el auténtico, ese que sobre cualquier definición surge emocionalmente, por el cual el desconcierto se transforma en admiración.
Para sentir ese
desconcierto, cierto es, uno debe reconocer sus prejuicios: quién es, o quién
cree que es, o quién es el tipo que viaja con todo el bagaje de lo que le ha
formado. Y de la formación surgirá la transformación. Los prejuicios, pues,
tienen una función en el viajero que no podríamos haber descubierto de muchas
otras maneras: los prejuicios sirven para sorprenderse. Y de esa sorpresa,
sobre esa admiración que brota del desconcierto, iremos aprendiendo, creciendo,
haciéndonos, si puede ser, un poco mejores. Porque el aprendizaje intelectual,
ese que no afectaría a la compasión o a la solidaridad, es un aprendizaje tullido.
Uno viaja preguntándose ¿quiénes somos? Y va descubriendo quiénes podemos ser.
En el caso de Italo
Calvino (Santiago de las Vegas, 1923 – Siena, 1985) nos encontramos, además,
con un viaje que anticipó en lo que nos hemos convertido, al menos en el mundo
occidental desarrollado. Calvino recorre Estados Unidos en los años 1959 y
1960, preguntándose un poco si esto, esta sociedad que observa como se observa
una película en el cine, es lo que llegaremos a ser. Y nosotros lo leemos, hoy
en día, como una premonición cumplida, mientras nos preguntamos si esto, en lo
que nos hemos convertido, es realmente lo que más nos gustaría ser. Calvino nos
va describiendo los tópicos en el momento en que están naciendo, y leemos un cierto
patetismo que nos afecta más de lo que pensábamos que podría hacerlo al recocernos
en el texto. Hemos dicho patetismo y debemos aclarar que lo hacemos respetando su
etimología: Pathos es emoción y sufrimiento, y el sufijo -ismo
indica actividad. Y del empeño Calvino sale beatificado gracias a un humor que
ya conocemos, que es de tan baja intensidad como irreductible, el tipo de humor
que más agradecemos a diario.
Nos ubicamos en una época
en la que uno se preguntaba qué iba a salir de la Unión Soviética –“ese país
sin distracciones donde la gente, al no tener a su disposición novelas
policiacas ni semanarios de escándalos, lee y relee clásicos hasta en el
tranvía”-, y que saldrá de los Estados Unidos –“donde todo es distracción,
donde las rotativas no paran de girar para estampar e ilustrar, y, aun así,
donde también las máquinas tipográficas pueden imprimir obras culturales, y donde
los lectores, contal de tener algo bajo los ojos, hasta son capaces de leerlas”-.
Nos sorprende el mestizaje o la heterogeneidad, y nos preguntamos cuál de las
dos cualidades es la que realmente se está imponiendo. Comprobamos la obsesión
por la tecnología y, como rasgo tal vez más representativo del americano, la
autosuficiencia. Entramos por Nueva York –“Ante un mundo humano tan cambiante,
ninguna forma de conocimientos y de previsión parece posible, si no está basada
en una exhaustiva acumulación de datos, de sondeos estadísticos minuciosos,
cada vez más minuciosos, que terminan hundidos y liquidados en un mar de
cifras, respuestas y noticias que ya no se pueden relacionar, que ya no significan
nada…”-, y nos llegaremos a las ciudades más importantes del país: Chicago, San
Francisco, Las Vegas, Nueva Orleans… Iremos haciendo un análisis bastante
social, pues la mirada de Calvino atiende a los estratos que impone la economía,
con una sensibilidad extranjera, lo cual, en este caso, significa que sólo alguien
de fuera puede ver el cuadro completo.
Y esta visión exterior
nos acompañará todo el viaje. Calvino no puede evitar cotejar el país que
visita con el peso cultural, social, de costumbres y prioridades, en que nadan
los habitantes de la vieja Europa. Es cierto que intenta comprender, por encima
de todo, y que trata de evitar que su formación y su origen sirvan para hacer
ningún tipo de valoración. Pero también es cierto que de vez en cuando debe
permitir aflorar ese sustrato, porque no puede negar al lector quién es el
viajero al que lee. Ese viajero que siente que está caminando sobre un país en
el que se impone el reduccionismo de llevar todo a sus términos más simples:
«Dividiría el reino de la idiotez en dos categorías: la patriótica y la no patriótica. Por idiotez patriótica entiendo también la religiosa, la familiar y toda aquella que se valga de un respeto “sacro” para inhibir en la gente la capacidad de burla. Con no patriótica me refiero a toda aquella idiotez de la que uno puede ironizar y que uno puede criticar, aquella que es válido parodiar y todo lo que pertenece al teatro de lo “profano”.
«La realmente peligrosa es la primera. La tarea del intelectual es luchar sin tregua contra ella y restringir los ámbitos de la negatividad dirigida a fortalecer reverencias “sagradas” de todo tipo. Los niños se encargan de luchar contra la segunda.»
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