Entre
Christine Brooke-Rose
Traducción de J. Casri
Piel de Zapa
Barcelona, 2024
210 páginas
Lo primero que llama la
atención en esta obra, Entre, es el libérrimo uso del lenguaje y de los
elementos gramaticales. Christine Brooke-Rose (1923-2012) fue una lingüista
británica conocida sobre todo por sus obras experimentales. Esta fue publicada
en 1968 y en cuanto se comienza la lectura uno recuerda a varios autores que pusieron
el lenguaje a fermentar, construyeron frases maravillosas o idearon saltos
narrativos de riesgo, como James Joyce, George Perec o Aliocha Coll. Aquí la
materia con la que tratamos son las palabras, los idiomas, esa herramienta con
la que deberíamos entendernos, y no con las imágenes, que raramente se producen
en la mente del lector. La atención requerida es muy activa, con cambios de
idioma constantes, que obligan a no perder comba y al traductor a hacer una
reinterpretación muy meritoria del texto original. Aunque da la sensación de
que la técnica utilizada es semejante a la del surrealismo, cuando el texto no
estaba ahí previamente, sino que va surgiendo a medida que se escribe, la
pretensión de crear una sensación de desamparo es patente y se va imponiendo a
medida que acumulamos páginas leídas.
No estamos frente a una
novela en la que exista una evolución, un desarrollo. Lo que se describe es, más
bien, una situación, que se prolongará a lo largo de toda una vida laboral, la
de una mujer dedicada a la traducción simultánea en distintos puntos del globo
terráqueo. La variación es constante, tanto como para generar una cierta
monotonía, resultado de la acumulación de instantes que no cesan de cruzarse.
La cartografía que nos dibuja es disparatada y la autora se ve obligada a hacer
del avión el símbolo de una forma de vivir, pues es el lugar donde pasa la
protagonista una muy significativa parte del tiempo: «templos de movimiento inmóvil», llega a llamar a estas ballenas que
vuelan y que van siendo el hilo que teje una época de la que extraemos un
galimatías, una sensación de desorden. Pero este desorden no es gratuito, busca
transmitir la idea de incertidumbre, dejarnos con el cerebro hueco a la
búsqueda de qué será lo que venga a continuación. En buena medida, nos está
hablando de la entropía, en el sentido de crear un sistema de medida del
desorden, de moléculas que para acabar siendo comprensibles deberían
congelarse. Pero aquí se impone, de forma contundente, el movimiento. Vamos saltando
de un lugar a otro sin desplazamiento, o con un desplazamiento inmóvil, sin
itinerario que registrar. Hay destinos, pero estos van confundiéndose, nos van galvanizando
el entendimiento. La impresión es que asistimos a un flujo de conciencia, pues
de flujo de conciencia estamos hablando, de una persona cuyo cerebro a lo que
más se parece es a un paisaje de edificios bombardeados.
Uno se pregunta qué tipo
de mundo globalizado se estaba construyendo entonces, y se da cuenta de que
ahora lo tiene casi entero metido en el teléfono inteligente, y siente,
entonces, temor. Porque este monólogo interior todavía podía tener una
justificación existencialista, dado que trata de la construcción de una
identidad, mientras que nosotros llevamos la identidad en el bolsillo. Y ahí no
cabe el lenguaje, ni la estructura, ni la relación del lenguaje y la estructura
con la realidad: aquí sólo cabe el bombardeo de estímulos, contra el que ya en
1968 Christine Brooke-Rose nos advertía: nuestra narradora, recreadora, sufre
en la memoria, como si estuviera construyendo una que no puede controlar, que
sea ella la que domine la identidad o no permita que esta cuaje en condiciones.
Debemos señalar, por
último, que en el inglés original esta obra se escribió sin hacer uso del verbo
to be, y que en la edición actual se ha respetado, pues no aparecen los
verbos ser y estar. No es un juego gratuito: hablamos de lo
esencial, de pasar por la superficie apenas arañando, sin ensuciarnos las manos
ni someternos a las risas.
Fuente: Zenda
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