El
boxeador
Alfons
Cervera
Piel
de Zapa
Barcelona,
2024
150
páginas
Charles
Chaplin idea una escena deliciosa: un mendigo, su personaje más popular,
Charlot, encerrado en una cabaña en Alaska, muerto de hambre, se come su propia
bota; pero no la devora con una pasión salvaje, sino que guarda la compostura
en cada uno de sus gestos, limpiando la vajilla, mimando la bota dentro del
agua caliente, agarrando los cubiertos con la cortesía del protocolo; el
mensaje que nos llega es, claramente, el de la dignidad de la pobreza. La
pobreza es una derrota. Hablar de la dignidad de la pobreza es lo mismo que
hablar de la dignidad de la derrota. Si bien puede haber otras formas de estar
en el lado opuesto de los vencedores, como en un partido de fútbol o
baloncesto. Pero estos deportes que enfrentan a dos equipos se reproducen
dentro del espíritu de las batallas. Esto nos lleva hasta los mayores
perdedores que se han gestado jamás, que son los que sufren la derrota en la
guerra. Condenados a la pobreza, a formas de miseria, se les priva incluso de
voz, pues el relato que se instala es el de su oponente. De ahí el proyecto
literario de alguien como Alfons Cervera (Gestalgar, Valencia, 1947), que nos
lleva a los años posteriores a la Guerra Civil y a lugares alejados de las
grandes poblaciones. Allí, en el mundo rural, en el monte, se esconden las
historias que nadie va a heredar, las historias que él ve necesario crear,
porque su obra es ficción, pero se nutre de lo posible. No hay nada que no
pudiera haber sucedido y que, casi seguro, en realidad sucedió en términos muy
semejantes a los que él utiliza.
Un
anciano regresa a su pueblo de origen, desde el exilio en Francia, y lo hace
solo. La soledad es fundamental para construir una narración, y también para
saldar cuentas. A partir del reencuentro con el lugar, del que lamenta la
desaparición por culpa de las pisadas del progreso, se entrega a fragmentos de memoria.
Estos van construyendo la novela encadenando pequeños relatos que funcionan con
autonomía, y que están unidos por una voz que es vital y crepuscular a un
tiempo. Nuestro narrador nos habla de «uno más de los olvidos con los que se ha
ido construyendo la vida en Los Yesares», para referirse a las historias que
recrea. Certezas en su memoria, olvidos en la memoria social. «No le dije,
porque entonces no lo sabía, que las guerras empiezan cuando empiezan y no se
acaban nunca», comenta, explicando esta actualidad sobre la que construir todo
un proyecto literario: el de aclarar que hubo vencedores y vencidos, que hay
pobres y ricos, humillados y violentos. «Soy el crío al que los civiles
quemaron los dedos con un soplete y se me quedaron las uñas azules para toda la
vida», dice, este hombre cuya infancia no fue feliz y siente que la memoria le
está fallando, de ahí esa necesidad de narrar, de hablar sobre la dignidad de
la derrota. Esta es la dignidad que padece la mayor parte de la población, la
de quienes en lugar de escribir la historia, como decía Camus, la sufren. Es
decir, estos son los hombres y mujeres sobre los que se debería hablar cuando
tratamos con la historia. Estos somos nosotros.
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