La selva herida
Martín Ibarrola
Pepitas
Logroño, 2023
170 páginas
De vez en cuando uno
siente eso que Richard Francis Burton llamó «el diablo interior» y tiene que salir a conocer mundo para sofocarlo. Eso le
sucede, según su propia confesión y atribuyéndole el mal al amigo al que
acompaña, a Martín Ibarrola (Bilbao, 1992), que en este relato, La selva
herida, da cuenta de su paso por una región de Perú alejada de lo que
conocemos como civilización. La civilización, deducimos, tiene que ver con el
orden: allí donde hay civilización guardamos las formas y nos atenemos a las
normas que nos permiten movernos sin llegar al caos; en la civilización se
respetan los semáforos y no se escupe al suelo. Pero con frecuencia la civilización
nos impide vivir a ras de dicha y por eso necesitamos algo que, a falta de una
palabra más adecuada, llamaremos aventura. Aquí la aventura consiste en
adentrarse en un territorio sin ley, lo cual nos lleva a ser exploradores. Pero
al darnos cuenta de que no somos los únicos, ni los primeros, seremos algo así
como re—exploradores. Y más en este caso, en que Ibarrola sigue a un
amigo que es para él una leyenda, del que dice que perseguía la gloria en su
sentido más victoriano y ansiaba reflejar «la autenticidad de Percy Fawcett, el
espíritu aventurero de Alexandra David-Néel, la sed de fama del doctor
Livingstone, la nobleza del capitán Scott, el amor por la adrenalina de Amelia
Earhart».
Ibarrola nos ofrece un
relato sobre la última oportunidad que tenemos de ver lo que sería lo
auténtico: las tribus perdidas del Amazonas y los asentamientos donde se impone
lo salvaje, poblaciones donde el crimen es constante e impera la ley del machete.
En realidad, las dificultades que se encuentra al verse dentro de la creación
del hombre, las poblaciones, las ciudades, le resultan mucho más violentas que
las trabas y el desconocimiento del lugar que impone la naturaleza feroz.
Nos adentramos en ese
rincón del planeta a través de un intento de comprender a los nativos, y
salimos de allí conociendo la sobreexplotación, el acoso al débil, la miseria
de unas vidas que no valen nada. Ambos son territorios sin ley, es decir, sin
orden, sin civilización, pero la agresividad del territorio conquistado a la
naturaleza es menos comprensible, mayormente porque supone la tortura del más
débil, del desfavorecido. Mientras que al encontrarse con la selva amazónica y
sus pobladores, a uno se le ha permitido sentirse viajero, y así intentar
formar parte de la extraña vida del río. A la hora de la verdad, hoy en día es
casi imposible encontrar a un viajero, pues si el turismo destaca por algo es por
las huellas que quedan a su paso, y resulta imposible caminar sin dejar rastro.
Pero la intención de Ibarrola es sana y mantiene el buen juicio.
Existe, eso sí, el riesgo
a presentarnos una mirada neocolonial cuando uno trata de librarse de la maldición
de lo colonial: «Al final de nuestro viaje comprendí
que para estas tribus, la sacralización de la selva no era solamente una
reivindicación cultural, se había vuelto una cuestión de supervivencia». Aunque este no sea un defecto que se le pueda achacar a la
obra. Tal vez sí el que se vean demasiado las costuras, pues Ibarrola intenta
integrar los recursos que son tan propios a los actuales libros de viajes, como
todo lo que es fruto de la documentación o la incursión en el terreno de la
crónica. No es nada sencillo encadenar con naturalidad esos párrafos al eje del
texto, que es el viaje propio, y por lo tanto no cabe sugerir que esto es un
defecto en un libro que, por lo demás, nos llevará con una alta motivación a
una región que de otra manera no nos atreveríamos a visitar.
Fuente: Zenda
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