La isla oculta
Abraham Jiménez Enoa
Libros del K.O.
Madrid, 2023
296 páginas
Podemos atribuir a las
personas la edad a la que llegan al uso de la razón, pero difícilmente podemos
trasladar esa meta a la historia de un país. ¿Cuándo alcanza la madurez una
nación entera? Hemos creado el Estado para intentar configurar ese momento, o al
menos esas fueron las intenciones de gente como Montesquieu. El Estado trataría
de implantar la sombra del árbol de la ciencia del bien y del mal por todo el
territorio, y así los ciudadanos crecerían con algo de dicha, con mejor suerte.
Pero la vida de la gente está a merced de las sensaciones y no de ninguna
ciencia, ni siquiera la del bien y del mal. Aunque, eso sí, se lucha
socialmente por una construcción moral, tal vez desde los poderes del Estado y
también desde la resistencia, que es una actitud personal en la que uno se une
a los demás a través de lazos amistosos. De esta construcción moral nos habla Abraham
Jiménez Enoa (La Habana, 1988) al reunirse en un volumen estas crónicas de su
país, Cuba. «Aquí en el hospital me han ayudado porque ya entendí que mi
vida sí tiene sentido; el sentido de mi vida es mejorar mi propia vida», comenta uno de los suicidas en el reportaje que les dedica.
Pero en Cuba, en la Cuba
que aparece en este La isla oculta, uno se debe a la supervivencia,
tanto a la hora de buscarse el pan como a la de sentirse más o menos libre: «La vida es como el boxeo: no pierdes si te caes, pierdes si
no te levantas», sostiene la mujer que quiso ser boxeadora y se le negó,
porque en Cuba se les niega a las mujeres el derecho a boxear. De ese cariz es
el carácter de la gran mayoría de la gente a la que acompaña la mirada de
Jiménez Enoa. Encuentra a personas cuyo relato no podíamos imaginar, aunque sí
su dedicación, como los jineteros o los que atienden en las farmacias y quienes
aguardan cola frente a ellas, pero también algunos cuya vida sorprende, como el
hombre que se gana la vida imitando los cantos de los pájaros o la comunidad
que sólo cree en el agua como salvación. Todas las crónicas están construidas
con oficio y escritas sin que en ningún momento desfallezca el tono ni el
estilo. De hecho, se van dosificando los datos y detalles que nos sorprenden,
haciéndolas así muy atractivas para el lector. Y mientras tanto, percibimos que
estamos leyendo un país de otro siglo, de hace cien años o, al menos, del siglo
XX. Hasta que de repente nos orienta hacia el pasillo marginal donde sí han
llegado las nuevas formas de comunicación a través de internet. Allí el mundo
es el mismo en el que habitamos nosotros, al menos durante un rato. Porque enseguida
regresamos a la gente que debe inventarse, superarse, a tipos que sobrenadan en
un país aturdido y oscurecido por el régimen político, además de empobrecido a
causa de las fuertes caídas del producto interior bruto. Convivir, aunque sea
literariamente, con estas personas nos hace preguntarnos qué es lo que
queremos, qué es lo que soñamos.
Escritos, como apunta
John Lee Anderson en el prólogo, con mucha sensibilidad social, y con una
empatía que necesitaríamos todos para entendernos, la suma de las crónicas nos
habla de una vida al margen, o al menos al margen si tomamos como referencia el
mundo occidental. En cierta medida, a ello nos invita el autor, que se desnuda
mucho en un epílogo en el que habla sobre sus primeros pasos en este mundo occidental
que no menciona ansiar nunca, pero que le servirá de escapatoria, y en el que
se representa a sí mismo como un pulpo en un garaje y, por tanto, dispuesto
también a cuestionarlo de buena fe. Nuestro árbol de la ciencia del bien y del
mal tampoco produce la mejor sombra.
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