El mar vivo de los sueños
despiertos
Richard Flanagan
Traducción de Alberto
Moyano
Piel de Zapa
Barcelona, 2023
256 páginas
Una cosa es perder y otra
dejarse la anatomía por el camino. De todas las metáforas de la vida que hemos
conocido, la que se impone es la lucha. En la lucha podemos quedarnos sin una pierna,
por ejemplo, pero a menos que en la pierna sea donde está la dignidad o la
gloria, continuaremos avanzando por muy cuesta arriba que nos pongan el camino,
por muy embarrado que esté el suelo. Sobre esta idea de la vida como lucha y la
pérdida como antónimo de dignidad se han escrito muchos relatos, a los que
ahora se añade este El mar vivo de los sueños despiertos, de Richard
Flanagan (Tasmania, 1961) que ya demostró ser uno de los grandes novelistas vivos
en sus anteriores obras, El libro de los peces de William Gould o El
camino estrecho al norte profundo. Aquí coge el rábano por las hojas y nos
sitúa, junto a la protagonista, en una situación extrema, en la que la lucha en
y por la vida está en el centro de nuestras decisiones, y la pérdida se refleja
en algo tan concreto como ir dejándose, misteriosamente, piezas de la anatomía
por el camino.
Flanagan toca el tema del
patetismo cuando nos señala las relaciones entre tres hermanos que deben tomar
decisiones sobre la última suerte de la madre: enferma de manera incurable, hay
que pensar en mantenerla con vida, aunque sea vegetativa, confiando en un milagro,
o dejar que la naturaleza continúe su curso natural, el que sería en caso de no
existir esta medicina, ayudando a que no sufra con paliativos mientras se
termina de apagar. Mientras tanto, ella, la hija, pierde un dedo, por
desaparición inexplicable, y a continuación una rodilla y un pecho. O eso es lo
que ella cree percibir, que ha perdido partes de la anatomía de una manera absolutamente
inexplicable. Así pues, no sabemos si acompañamos a alguien que padece realismo
mágico o paranoia. En cualquier caso, la presión vital la sobrepasa hasta
justificar cualquier forma de demencia o serenidad, si es que en casos tan
extremos la serenidad es lo contrario a la demencia.
La vida actual, comida
por el mundo digital, empaña cualquier conato de humanidad, apareciendo constantemente
a lo largo de la obra, y siempre empañando cualquier síntoma de salud, que es
el contacto humano. La vida digital aparece como una salida, un escape, una
farsa. Porque lo que sí existe es un pasado a partir del cual generar los
remordimientos actuales, mientras ahí afuera sucede uno de los peores veranos
de la historia de Australia, en el que los grandes incendios arrasan con cientos
de miles de hectáreas del país, y los animales fallecen con horror en medio de
ese infierno. Mientras tanto, el cuerpo de la madre no cesa de deteriorarse, pero
se niega a morir. Así pues, mientras el eje sobre el que pivotan las decisiones
de los protagonistas es un enigma tozudo, ellos saben o sienten que han envejecido,
que están envejeciendo, y se preguntarán quiénes fueron, sobre todo esta hija a
la que acompañamos, y se preguntará, también, para qué sirve esto de vivir o
haber vivido: «La joven doctora de Sri Lanka dijo que comenzaba a entender
lo que un doctor veterano le había contado cuando estudiaba medicina; que la
medida de nuestro valor no es lo que decimos o pensamos, sino lo que somos
cuando nos pone a prueba el sufrimiento».
Esta agonía y este
compromiso, esta indecisión o decisión equivocada, se mantendrá en vilo el
tiempo suficiente como para que el resto del planeta siga evolucionando y se
sucedan otras tragedias. Mientras tanto, los protagonistas se debaten entre ser
lo que siempre han sido o evolucionar, si la evolución es posible. Estamos
frente a otra gran novela de Richard Flanagan, que debería comenzar a sonar
como uno de los grandes candidatos a los mejores panteones literarios.
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