El fondo del puerto
Joseph Mitchell
Traducción de Álex Gibert
Anagrama
Barcelona, 2023
240 páginas
El mar tiene memoria, y
el puerto es la forma que el hombre ideó para comenzar nuestra relación con él.
Un puerto, en concreto el puerto de Nueva York, puede tener en las crónicas de
Joseph Mitchell (Carolina del Norte, 1908 – Nueva Yorkl, 1996) un aroma a
cementerio marino lleno de vida, con perfume a sal bajo un cielo azul. Leyendo los
reportajes que componen El fondo del puerto comprobamos que aquellas
personas que poblaron un lugar tan lleno de vida hoy forman parte del sustrato sobre
el que creamos pequeñas leyendas. Estamos ante un periodista romántico, alguien
para quien los filtros sobre los que construir la literatura, que tiene tanta
relación con lo que está viviendo, son los paseos y la memoria. No hay intención
de epatar, de sorprendernos con pequeños párrafos potentes. Las crónicas
actuales tienen esa pegada, entre otros motivos debido a que el cronista está
obligado a expresarse en poco espacio. Mitchell escribió estos párrafos hace
setenta años y carece de esa prisa, tiene a su disposición docenas de páginas
en las que entretenerse y entretenernos, con lo cual en lugar de intensidad lo
que transmite es serenidad. El resultado posee una naturalidad discreta,
pertenece al mundo de lo común y es, a la vez, esa región de lo común que
estábamos deseando descubrir para entender que nuestras vidas también son especiales.
Leídas a fecha de hoy, estas
crónicas poseen el encanto del viaje al pasado, a un lugar donde, además, se
fraguaron algunas de las fábulas de la cultura occidental contemporánea. En su
día, representaron el interés por visitar un lugar que no se nos presenta como
hermoso, pero sí como digno de ser querido. Encontraremos ratas, contaminación
y decadencia, junto a las formas humanas que construyen nuestra educación
sentimental: «Yo odiaba la escuela (…). No sé qué me enseñarían allá, pero
aprendí muchísimo más en el viejo muelle de pescadores. Un día mi padre tiraba
un barril al agua al final del embarcadero y me enseñaba a arponear un pez
espada sin que la cuerda se me enrollase entre las piernas…».
La curiosidad de Mitchell,
que leyendo estos textos sólo podemos catalogar como una virtud, nos permite
conocer la historia del puerto de Nueva York, que será la suma de las historias
individuales, sobreponiéndose al empuje general, a lo que sería la historia
oficial, la que se podría contar en un libro de texto. Porque a lo expuesto en
los libros de texto es muy complicado mostrarle afecto, pero sí nos encariñamos
con los que muestran humanidad, con los que luchan por sobrevivir y con los que
nos hablan con cortesía, con interés. Este interés es de tal calado, que
Mitchell reproduce los diálogos a través de extensas intervenciones de su
contertulio. Se nos muestra como un tipo que escucha, lo cual es un valor
vinculado, repetimos, a la virtud de la curiosidad. Así va desenmascarando a gente
como ésta, que nos resulta tan amable conocer: «Por último no tiene el menor deseo de
acumular riquezas. Se gana bien la vida y con eso le basta. Tiene un barco, un
automóvil, una casa con jardín, setenta y cinco libros, una trompeta, una
navaja y un traje de domingo, y no se le ocurre qué más podría desear».
El puerto de Nueva York
es un lugar lleno de unas paradojas que en lugar de inquietarnos otorgan un
carácter al sitio que raspa el fondo de la memoria, sacándole brillo a las
cenizas: «Es un cementerio antiguo, muy frondoso, donde se respira paz,
aunque en todos sus rincones pueda percibirse el trepidar incesante de la
maquinaria que lo rodea». No hemos podido conocer este lugar
en vivo y en directo durante los años en que él lo visitaba, las décadas de
1940 y 1950, pero ahora sabremos por qué nos hubiera gustado estar allí y
descubrirlo.
Fuente: Zenda
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