Ellen
MacArthur
La
basura no es basura, es materia prima en el lugar equivocado.
La
frase puede convertirse en una plegaria, que entonamos al pensar que esta
fiesta de monos que puebla la superficie del planeta, apenas una mota de polvo
perdida en el universo, se está transformando en un estercolero. La apariencia
de caos entre dos silencios, que es la expresión que utilizó Samuel Beckett
para definir la vida, se adhiere a la aspecto de la porquería, sobre todo la de
los plásticos, esa materia destinada a formar una nueva piel alrededor de la
esfera que todavía, a vista de astronauta, es azul. Luchando contra esa inercia
están los jóvenes empeñados en llevar los envases a centros de tratamiento de
residuos y algunos tipos que idean un formato de economía que no está
exclusivamente centrado en el crecimiento lineal, en el crecimiento exponencial.
Ellen
MacArthur (Whatstandwell, Inglaterra, 1976) puso en marcha la idea
de la economía circular, en el año 2009, tras darse cuenta del valor de uso
diverso, reutilización y nuevas formas para nuevos fines que podía tener un
vaso desechable si uno se encuentra en alta mar, a miles de kilómetros de un
puerto, sabiendo que no tocará tierra en los siguientes cuatro meses. El modelo
de crecimiento que propuso está tiernamente inspirado en la naturaleza, donde
todos es materia prima puesta en su lugar, a diferencia de los desperdicios que
generan los humanos, aunque para solucionar el problema de transporte el hombre
ha ideado formas de carga más que suficientes para llevar los materiales a
lugares donde sean útiles. Al igual que la naturaleza hace con las sustancias
sólidas, líquidas y gaseosas que genera, la idea es que todo se reintegre al
proceso de producción, formación y economía, de una forma lo más circular e
infinita posible, aunque se desafíe a las leyes de la entropía. La energía no
se crea ni se destruye, se transforma, y otro tanto debería suceder con el
vidrio, el plástico, las telas, el papel y los humos. Desde una fundación que
lleva su nombre, Ellen se enfoca en divulgar una economía regenerativa,
inspirando a las nuevas generaciones a pensar en el futuro, acercándose a
grandes compañías para proponerles innovaciones empresariales, y dándole una
oportunidad al rediseño, una oportunidad que se asemeja bastante a una
revolución.
Se acabó lo de extraer, producir y desperdiciar. El baile de los monos
sobre el planeta tiene los días contados si esa línea no cesa. La huella
ecológica supera lo admisible y el planeta ha sobrepasado de largo el límite de
su capacidad física. Ellen sostiene que el crecimiento económico, esa religión,
ese fanatismo, debe reformularse, de modo que quede condicionado por los
beneficios que la economía aporta a la sociedad, y los bosques y los océanos se
consideren parte de esta sociedad. Esto implica disociar la actividad económica
del consumo de recursos finitos y eliminar los residuos del sistema, una de las
funciones que debe tener el diseño. Si a esto se añade la transición a fuentes
renovables, el objetivo de regenerar sistemas naturales estará más cerca de ser
un hecho. Ellen distingue un ciclo biológico, que regeneraría materiales
mediante compostaje y digestión anaeróbica, y el ciclo técnico, que recupera y
restaura componentes mediante estrategias de reutilización, reparación, remanufactura
y, en última instancia, reciclaje.
“Es difícil de
explicar, pero tu forma de pensar cambia completamente cuando el barco es tu
mundo y todo lo que llevas encima es lo que cargaste en el puerto (..) Hay que
gestionar y aprovechar hasta las últimas migajas de la comida. Ninguna
experiencia en mi vida podría haberme explicado de forma tan clara el concepto
de “finito”: lo que tenemos ahí fuera es lo que tenemos, no hay más (..) Fue
como si todos los puntos se conectaran: la economía global no es diferente,
depende de materiales finitos que se consumen y desaparecen”.
De esa manera ha confesado su particular camino de
Damasco. A largo de todos los años que vivió en alta mar, en regatas en
solitario o con pequeños equipos, sin otro suelo que el de un trimarán o su
querido velero Kingfisher, se fue formando una nube de emociones que cuajó en
un sano sentimiento: hay que rescatar a Gaia de este festín que se están dando
los mosquitos de la usura, un ejército muy numeroso con una miseria infinita.
Entre ellos, escondidos tras un muro financiero de falsa conciencia que no les
permite ver la aurora de dedos de rosa sobre el mar, que cantaba Homero, y la
navegante que en solitario y en noventa y cuatro días terminó la Vendéé Globe,
entre los años 2000 y 2001, media una distancia sideral, mayor que la de la mismísima
prueba, para patrones dispuestos a dar la vuelta al mundo en solitario,
siguiendo las líneas del océano Antártico. Da la sensación de que estemos
hablando de mundos situados en diferentes galaxias. Para unirlos hace falta
mucha ciencia ficción y, ya se sabe, la ciencia ficción se nutre de la
imaginación, el mismo sustrato en el que se bañan los sueños de la aventura.
“No estaba segura de querer llegar”, dice Ellen
MacArthur al recordar sus jornadas en el océano, “una parte de mí quería
permanecer en alta mar para siempre”.
Ítaca no tiene por qué ser una isla, una península,
tierra firme. La suma de los días de Ellen en el mar, al menos la suma de
aquellos de los que se guarda registro, da buena fe de ello: en menos de quince
jornadas navegó en solitario desde Pymouth, Reino Unido, a Newport, Estados
Unidos, en el año 2000, a bordo del que sería su barco insignia, el Kingfisher;
en el 2004 surcó en trimarán la distancia que media entre Ambrose Light y
Lizard Point, de nuevo atravesando el Atlántico, en poco más de siete días,
batiendo otro registro mundial de velocidad; en 2005 se saltó todas las
previsiones y batió el récord mundial de circunnavegación en solitario, con un
tiempo de setenta y un días y catorce horas, surcando el océano a una velocidad
media de casi dieciséis nudos. Antes, siendo adolescente, ya había dado la
vuelta alrededor de Gran Bretaña, en un monocasco sencillo, el Iduna, que había
comprado ahorrando durante ocho años la paga que sus padres le daban para las
meriendas. Con veinte años navegó desde Saint Malo a Québec; a los veintiuno
partió de Brest, en Francia, y con escala en Tenerife terminó por llegar a Martinica,
en la regata conocida como Mini Transat, en un barco de seis metros y medio de
eslora, Le Poisson, que había equipado ella misma mientras vivía en las naves
de un astillero francés, durmiendo en colchonetas y comiendo pasta con tomate o
sándwiches de queso y brócoli; con veintidós superó la Ruta del Ron, que
atraviesa el Atlántico y el Caribe hasta arribar a la isla de Guadalupe.
Conociendo el carácter británico, sus aventuras se
esparcieron por el país y los homenajes no tardarían en llegar. En la
actualidad, un asteroide, una montaña, una variedad de guisante y, cómo no, una
cerveza, llevan su nombre. Al margen de sus coronas de laurel, incluidas las que
la gratificaron como la gran esperanza de la navegación, el Yachtsman of the
Year o el Sailing’s Young Hope, recibidos con veintidós años, luce galardones
oficiales, como el de Dama Comandante de la Orden del Imperio Británico, siendo
la mujer más joven en conseguirlo; el rango es uno de los más estratosféricos
que se pueden obtener en ese país, y la iguala a personajes como Francis Drake.
En Francia se la nombró Caballero de la Legión de Honor, un título todavía sin
traducción al femenino.
Sus padres eran maestros en el condado de Derbyshire,
donde se crio en un ambiente rural que ella recuerda como se acuerda uno de los
tarros de mermelada de la abuela.
“Al saltar al pantalán, me así con fuerza al
pasamanos y apoyé la cabeza en el barco. Me incliné con los ojos cerrados para
acariciar el casco; el tacto de la borda era fresco y tranquilizante, y el
mundo desapareció por un último instante”.
Así lo expresa varias veces en sus libros
autobiográficos, como Taking on the World, traducido en España con el algo
desafortunado giro de Comiéndose el mundo. En esas páginas podemos conocer a
una persona que acaricia a los barcos al final de cada viaje, para que sientan
con ella cuánto lamenta que todo llegue a su fin, que le duele abandonarlos.
Ese animismo, tan lleno de ternura, nación con la lectura de Swallows and
Amazons (algo así como Golondrinas y Amazonas), la serie de libros infantiles
que escribió Arthur Ransome en los años veinte del siglo pasado. Ransome
acompañó siempre a esa niña terca que corría por campos y cobertizos, y se
entretenía observando a la gran vaca de Jersey color naranja que pastaba cerca
de la casa de sus padres. El mundo inmediato era bastante autosuficiente, entre
la comida que producía el huerto de sus padres y las vacaciones familiares en
autocaravana.
Hasta que, con ocho años, subió a un bote y al perder
de vista la tierra se sintió completamente libre.
Entonces comenzó a ahorrar, a leer todo lo que caía
en sus manos sobre navegación y hasta a diseñar nuevos aparejos durante los
recreos escolares. Comenzó su navegación por los ríos de la costa oeste de Gran
Bretaña, a bordo del Cabaret, un barquito que compró con el dinero que pudo
reunir, rescatando tanto como fuera posible del que debía destinar a los
almuerzos. Descubrió que la navegación es libertad, pero también
responsabilidad y compromiso. Con diez años, se hizo con otro bote gracias a
las ayudas de su tía, el Threep’ny Bit, que escondía entre los juncos de un
estanque próximo a su casa. A los doce, se echaba al mar sin traje de neopreno,
con un anorak azul y un chándal que ponía a secar todas las noches en el
radiador del dormitorio. Por esa época entró también en su vida Mac, un cruce
de Border Collie con el que comprendió que libertad y compañía no son
incompatibles, que la independencia que más tarde reclamara, siendo
adolescente, no es la única forma en que uno puede negarse al encierro a que
nos somete este mundo tan lleno de residuos.
Para ahorrar de cara a sus aventuras, comía manzanas,
ciruela o peras que robaba en los huertos de camino al autobús escolar, y a los
dieciocho años se sorprendió de lo caro que era todo en los restaurantes, pues
nunca antes había entrado en uno. Hasta que se trasladó a Hull para su primera
semana de formación en condiciones. Ya era una adolescente que sabía que vivir
es, fundamentalmente, un hecho bipolar, un conflicto entre el deber de ser
humano y el deseo de ser hedonista. Entonces puso sus ojos en las regatas de
altura, sobre todo en la Jules Verne, una de las más prestigiosas que existen,
cuyo objetivo es completar una vuelta al globo en cualquier tipo de velero y
con cualquier cantidad de tripulantes. Su verdadero anhelo era, sin embargo, no
tanto la victoria como la circunnavegación. Dar la vuelta al mundo siempre será
el sueño de los viajeros, que se interrumpe cuando se ven obligados a recurrir
a los aviones. Ella eligió el mar, la distancia, el vacío, porque es mucho más
fácil que un barco se hunda estrellándose contra las rocas que contra las olas,
y esta expresión, que ella ha utilizado, contiene, a su vez, un sentido
metafórico: navegar se iguala al vuelo, agua se iguala a aire, a cualquier
deseo de vencer la resistencia que ofrece la orografía, incluida la de
desgastar suelas.
“Aún no tenía claro qué dirección debía seguir, pero
supe en ese instante que no sería feliz yendo al mismo bar los siguientes
treinta años de mi vida”, pensó, tras navegar alrededor de Gran Bretaña, expresando
una idea en la que los bares equivalen a las rocas de la metáfora, al accidente
donde puede encallar el bote en el que nos embarcamos para el mejor viaje.
Trabajó formando a cadetes marinos y renunció por
honradez: su mente estaba colocada en el sueño del mar, no en el beneficio del
aprendiz. Tuvo que renunciar a ser un verso libre para formar parte de un
equipo y así adquirir experiencia en las distancias descomunales del Atlántico.
Pero navegar acompañada le ofrecía una ventaja: en los momentos de descanso no
tenía que estar con parte de la atención pendiente del viento ni de los
aparejos, podía quedar hipnotizada por la abundancia de vida marina, escudriñar
las olas en busca de animales.
“-¿Cómo te despiertas? -me preguntan a menudo.
“Pero en realidad, lo que nos preguntamos los
navegantes es “¿Cómo logras dormirte?”. Cuando una embarcación mantiene un buen
ritmo de avance, o aún peor, cuando no hay viento y se queda encalmada, es
prácticamente imposible dormir. Lo fácil es despertarse, lo complicado es
aislarse de las circunstancias lo suficiente como para quedarse dormido, o
incluso relajarse un poco.”
Entre viaje y aventura, Ellen iba sacando tiempo para
encontrarse con niños enfermos de leucemia, a los que llevaba a navegar
reuniéndolos con otros chicos que se habían recuperado de la enfermedad. Hasta
tal punto llegó esta otra pasión, que en el año 2003 creó el Ellen MacArthur
Cancer Trust, una organización benéfica destinada a jóvenes entre ocho y
veinticuatro años, y que se sirve del mar para ayudarles a recuperar la
confianza, para ayudarles a no rendirse. Ellen se reconoce en el verbo
cultivar: amistades, bonhomía, valor. Y también un diminuto bonsái que la
acompañó durante la Vendée Globe, que le permitía recordar momentos de su
niñez, cuando germinaban las alubias en recipientes de yogur. Durante la
regata, se comunicaba, de vez en cuando, con un horticultor: “Creo que la
plantita se confundirá un tanto si la planto en el verano del hemisferio sur y
que no le caerá muy bien achicharrarse en las zonas ecuatoriales (…) La única
agua que tengo a bordo es la de la desalinizadora y dudo que tenga mucho
contenido en minerales. ¿Me recomiendas que disuelva un complejo de vitaminas
en la tierra?”, le confiesa, preocupada por la suerte de la planta errante.
Cuando arriba a la costa y desembarca, tras quedar segunda en la regata para solitarios más importante del planeta, le cuesta reconocerse entre la multitud que la rodea. El contraste con la situación en el barco la desborda y de camino a la conferencia de prensa pide permiso para ir al servicio. Allí se sienta, apoya la cabeza en las rodillas y suspira, con alivio, por haber encontrado un remanso de paz.
Del libro SUEÑO Y VERDAD (Ediciones Desnivel)
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