Éramos inmortales
Maurizio
Zanolla
Traducción
de Rosa Fernández-Arroyo
Desnivel
Madrid,
2019
271
páginas
No
siendo uno un literato de altura, lo importante es no equivocarse al construir
y al redactar. Maurizio Zanolla (Feltre, Italia, 1958), conocido como Manolo en
los ambientes de escalada, es consciente de ello y se esmera en la sencillez: una
sintaxis sin bucles y una serie de capítulos cortos, cada uno de ellos dedicado
a narrar una anécdota, un hecho, un ladrillo en su construcción sentimental.
Zanolla ha conocido el Manaslu, pero de esa expedición regresó decidido a
redescubrir la belleza de las paredes alpinas, los lugares donde llegó a ser un
especialista en solo integral. De ese regreso trata este libro. Y a ese regreso
se refiere incluso antes de describir su viaje al Himalaya. Porque nos habla de
la infancia, de la adolescencia, de la juventud, de la educación de las
sensaciones, de sentirse vivo, de la música interior y la necesidad de vibrar a
su ritmo, de escucharse a uno mismo y escuchar la inteligencia de las células
del cuerpo que no forman la materia gris. Se trata de un libro en el que se nos
relata cómo alguien va recomponiéndose, una y otra vez, porque la vida nos
muerde en la nuca. Se trata de un texto sobre el equilibrio, que es eso de lo
que nos olvidamos cuando la vida va bien, como nos olvidamos de que el
equilibrio está a mitad de camino entre saberse compensado y saberse
descompensado. Porque es imprescindible aceptar la locura propia y dejarla
correr por el campo de nuestro cuerpo. Al fin y al cabo, es un órgano más de lo
que somos, como el páncreas.
El
tiempo que rige el relato de Zanolla es la melancolía. Pero sin estrépito, sin
rencor, con esa única materia que es importante para mantenernos enteros y
mantener enteros a nuestros seres queridos, eso que se conoce como dignidad.
Durante la infancia, se representa en el afecto admirativo hacia los padres, por
ejemplo, y durante la adolescencia en el imperio de la rebelión. De ello nos va
hablando Zanolla, con unas anécdotas que van incrementando no ya la intensidad,
sino el vértigo. El roce con la muerte va tomando una mayor presencia a medida que
avanzamos en la lectura y, como si estuviéramos en medio de un bombardeo, vemos
las explosiones caer a nuestro lado. Los límites de la vida no solo los expresa
en la escalada, en la actividad de montaña, también en los riesgos en la carretera,
pues aunque el consuelo pueda ser distinto, la muerte es igual de terrible
venga como venga.
La
aventura de explorar que emprende nuestro escalador tiene que ver con la ética,
esa de la que tanto hablan los que trepan por muros de roca: la solvencia
anímica y el terror del solo integral, la presencia de material en la pared
condicionando la naturaleza, la competición frente a la experiencia de ser cada
día mejor y mejor persona, es decir, el aprendizaje y, finalmente, la voluntad
de volver. Eso es lo que concierne al hombre. El resto pertenece al terreno de
lo efímero, al territorio ingrato del cambio, a la tiranía de lo imprevisible.
Pero aceptar la falta de control sobre nuestro destino nos libera. La vida
siempre te libera, pues lo que nos ata tiene que ver con la muerte. De ahí el
espíritu de obras como estas, de autobiografías de hombres de montaña que
confrontan la vida inconquistable con los deseos de conquistarla. El resultado
puede ser la desdicha o el autoconocimiento. A esa conclusión le lleva su viaje
a Nepal, donde descubre que la pregunta acerca de quién es uno mismo carece de
respuesta, al menos de respuesta razonable.
La
vida se representa con muchas metáforas: el río, la lucha, el mar, el viaje. Este
testimonio contribuye a añadir una más, quizá la única sensata, la única que
puede aportar alguien que ha conocido el equilibrio: la búsqueda. Es ese
espíritu el que aporta este libro. Para leer a grandes literatos, siempre puede
uno volver a Proust.
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