sábado, 1 de junio de 2019

ÉRAMOS INMORTALES


Éramos inmortales
Maurizio Zanolla
Traducción de Rosa Fernández-Arroyo
Desnivel
Madrid, 2019
271 páginas


No siendo uno un literato de altura, lo importante es no equivocarse al construir y al redactar. Maurizio Zanolla (Feltre, Italia, 1958), conocido como Manolo en los ambientes de escalada, es consciente de ello y se esmera en la sencillez: una sintaxis sin bucles y una serie de capítulos cortos, cada uno de ellos dedicado a narrar una anécdota, un hecho, un ladrillo en su construcción sentimental. Zanolla ha conocido el Manaslu, pero de esa expedición regresó decidido a redescubrir la belleza de las paredes alpinas, los lugares donde llegó a ser un especialista en solo integral. De ese regreso trata este libro. Y a ese regreso se refiere incluso antes de describir su viaje al Himalaya. Porque nos habla de la infancia, de la adolescencia, de la juventud, de la educación de las sensaciones, de sentirse vivo, de la música interior y la necesidad de vibrar a su ritmo, de escucharse a uno mismo y escuchar la inteligencia de las células del cuerpo que no forman la materia gris. Se trata de un libro en el que se nos relata cómo alguien va recomponiéndose, una y otra vez, porque la vida nos muerde en la nuca. Se trata de un texto sobre el equilibrio, que es eso de lo que nos olvidamos cuando la vida va bien, como nos olvidamos de que el equilibrio está a mitad de camino entre saberse compensado y saberse descompensado. Porque es imprescindible aceptar la locura propia y dejarla correr por el campo de nuestro cuerpo. Al fin y al cabo, es un órgano más de lo que somos, como el páncreas.
El tiempo que rige el relato de Zanolla es la melancolía. Pero sin estrépito, sin rencor, con esa única materia que es importante para mantenernos enteros y mantener enteros a nuestros seres queridos, eso que se conoce como dignidad. Durante la infancia, se representa en el afecto admirativo hacia los padres, por ejemplo, y durante la adolescencia en el imperio de la rebelión. De ello nos va hablando Zanolla, con unas anécdotas que van incrementando no ya la intensidad, sino el vértigo. El roce con la muerte va tomando una mayor presencia a medida que avanzamos en la lectura y, como si estuviéramos en medio de un bombardeo, vemos las explosiones caer a nuestro lado. Los límites de la vida no solo los expresa en la escalada, en la actividad de montaña, también en los riesgos en la carretera, pues aunque el consuelo pueda ser distinto, la muerte es igual de terrible venga como venga.
La aventura de explorar que emprende nuestro escalador tiene que ver con la ética, esa de la que tanto hablan los que trepan por muros de roca: la solvencia anímica y el terror del solo integral, la presencia de material en la pared condicionando la naturaleza, la competición frente a la experiencia de ser cada día mejor y mejor persona, es decir, el aprendizaje y, finalmente, la voluntad de volver. Eso es lo que concierne al hombre. El resto pertenece al terreno de lo efímero, al territorio ingrato del cambio, a la tiranía de lo imprevisible. Pero aceptar la falta de control sobre nuestro destino nos libera. La vida siempre te libera, pues lo que nos ata tiene que ver con la muerte. De ahí el espíritu de obras como estas, de autobiografías de hombres de montaña que confrontan la vida inconquistable con los deseos de conquistarla. El resultado puede ser la desdicha o el autoconocimiento. A esa conclusión le lleva su viaje a Nepal, donde descubre que la pregunta acerca de quién es uno mismo carece de respuesta, al menos de respuesta razonable.
La vida se representa con muchas metáforas: el río, la lucha, el mar, el viaje. Este testimonio contribuye a añadir una más, quizá la única sensata, la única que puede aportar alguien que ha conocido el equilibrio: la búsqueda. Es ese espíritu el que aporta este libro. Para leer a grandes literatos, siempre puede uno volver a Proust.

No hay comentarios:

Publicar un comentario