Cazadores en la noche
Lawrence
Osborne
Traducción
de Magdalena Palmer
Gatopardo
Barcelona,
2019
343
páginas
Los
efectos de la colonización no solo atañen, y atañen negativamente, al
colonizado, también al colonizador. No es necesario recurrir a los grandes
clásicos en África, Asia y América, que incluyen genocidios y, por tanto,
asesinos, con toda la carga moral que nos mellará hasta el fin de los días,
basta con mirar al entorno más próximo y lamentar el efecto del turismo. No nos
atrevemos a mencionar el efecto pernicioso del viaje, dado el respeto al
término que tenemos, y en el plural se incluye al mismísimo Lawrence Osborne. Sería
inevitable empezar por el impacto medioambiental, pero la deducción que
extraemos de esta novela no se refiere tanto a la naturaleza como a la ética, se
atañe mucho a lo humano, al individuo, a errar en el doble sentido de la
palabra: vagas y cometer errores.
Osborne
nos guía al loadísimo mundo de los Backpackers:
jóvenes que se resisten a aceptar que forman parte de la masa turista, que
viajan durante unas temporadas más o menos largas, con bajo presupuesto y creyendo
que la mochila es su casa, cuando su casa no deja de ser el dinero. Lo que para
un europeo es un bolsillo casi vacío, en el sudeste asiático es riqueza. Estos vagabundos
voluntarios tienen, a su vez, diversos estratos. La mayor parte de ellos
elegirían quedarse en Camboya, en Laos, en Tailandia, en Vietnam, en Indonesia.
La mayor parte de ellos no se atreven, a no ser que surjan otros lazos. Se
limitan a sentirse vagabundos voluntarios y protagonizan unos viajes que
empalidecen frente a su opuesto: el de los refugiados que recorren miles de
kilómetros desde Asia para darse de bruces con la mala fortuna que les espera
en el trastero del mundo desarrollado.
Osborne
llena la novela del ambiente que tan bien conoce, al que añade esa sección de
los Backpackers que, creyéndose vividores,
entran en el mundo de las drogas, la tentación de la villanía y da lugar a algo
que, por utilizar un eufemismo, llamaremos malentendidos. Cazadores en la noche esconde fatalismo, como los protagonistas
esconden su pasado: es casi imposible que los personajes se estén labrando una
buena suerte.
“En
la implacable búsqueda de la felicidad no hay culpabilidad que valga, tan sólo
búsqueda”, reza el narrador, ofreciendo la ruta a sus criaturas, sobre todo al
antihéroe sobre el que ronda la acción, un tipo de veinticinco años, sin
ambición y demasiado tranquilo. Alguien que no sabe si ha vivido, pero que con
los kilómetros, las drogas, el dinero y el sexo, cree que sabe qué debe hacer
para protagonizar su propia vida. Así se nos presenta esta novela que participa
de una nueva forma de costumbrismo, todavía no demasiado explotada, en la que
el sudeste asiático es ya el destino de nuestro descanso, como antes lo era el fin
de semana en la sierra o los diez días en la playa. Hay una trama bien construida
y unos seres bien atormentados que, como los viejos colonos, ignoran su tormento.
Y luego está el tema del destino, tantas preguntas sin respuesta. El origen,
tal vez, de la literatura.
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