lunes, 17 de junio de 2019

MI MADRE ERA DE MARIÚPOL


Mi madre era de Mariúpol
Natascha Wodin
Traducción de Richard Gross
Libros del Asteroide
Barcelona, 2019
307 páginas

Lo peor de todo no es que no sintamos que la escritura del destino, del futuro, no esté en nuestras manos; lo peor de todo es darnos cuenta de que el destino también se escribe en dirección al pasado y que éste nos sobrepasa, nos aturde, nos condiciona. Ahí si que somos incapaces de modificar nada y solo cabe la aceptación, que viene en forma de relato: el éxito de las psicoterapias es la reconciliación con el relato del pasado, ya que nos resulta imposible reescribirlo y mucho más revivirlo, que es lo que en realidad deseamos. Pero conocer nos ayudará a estar en el presente, a comprender lo que nos sale al paso, todas las veces que demasiadas cosas nos muerden los tobillos. Las psicoterapias son personales, sí, pero también sociales. Toda sanación afecta a más personas que a uno mismo.
A ese género pertenece este Mi madre era de Mariúpol, una indagación propia de un detective moderno, que se propone revisar la historia personal, familiar y de tribu, desde hace más de cien años hasta la fecha presente. La trama, que es la investigación, es exhaustiva. Natascha Wodin (Baviera, 1945) nos habla de una época en la que la existencia era demasiado difícil, al menos para los que nacieron en Europa del este, o para casi todos ellos. Las historias en las que nos sumerge, las de los abuelos, los padres, los tíos, los hermanos, el árbol familiar al completo, son de una tristeza demoledora. Nos enfrentamos a personas que no tenían permiso ni siquiera para deprimirse, porque estaban enfrascados en la pura supervivencia. Hablamos de la gente, en una época en la que no existía ni siquiera clase media, de los humildes, de los que se aferran a cualquier forma de dignidad, con tal de que puedan sentir que lo único que les es propio, la dignidad, sigue intacta y se la llevarán a la tumba.
Wodin busca explicar todo. Describe mucho, describe las situaciones a las que se vieron sometidas, la imposición del destino sobre la voluntad. Y lo hace con un estilo que parece, por momentos, demasiado objetivo. Hay que comprender que una implicación más emotiva, más sentimental, en la narración, empujaría al lector a un exceso de tristeza que no dejaría ver la consistencia de la narración. Una obra que busca saldar cuentas, por el sencillo método de lograr que aquellos desaparecidos permanezcan con nosotros, y con nuestra memoria, al menos una pequeña temporada. La historia debería ser la historia de los humillados y ofendidos, y se encuentra en libros como éste, y no en las aulas, en las academias. Pero esta forma de conjurar el dolor suele estar abocada al fracaso: es un consuelo, y los consuelos están subvaluados, sí, pero no conseguiremos espantar fantasmas, librarnos de la soledad de la madre, que es el eje sobre el que gira el texto, alejar la melancolía. Aprenderemos a convivir con ella, pero será una parte de nosotros como lo es la miopía o el dolor de cabeza que nos acompaña al despertar.
Mi madre era de Mariúpol es una suerte de psicoanálisis de tribu, de una gente que vivió en su carne y en su alma, de forma muy dolorosa, ese tema tan esencial que es la dificultad de encontrar nuestro sitio en el mundo. Se trata de una obra que versa sobre los miedos, así, en plural, y los miedos siempre los sentimos hacia aquello que desconocemos de nosotros mismos, por eso es tan conveniente conocer, por mucho que la gente diga que prefiere mirar para otra parte cuando acosa la tristeza, la depresión, la melancolía. Siempre es mejor enfrentarse al miedo, como hace Wodin, para encarar el destino, ese que eligen los demás por nosotros, sabiendo que podemos hacer nuestra propia suerte: conocer quiénes somos, conocer cómo reaccionamos, conocer la condición humana, esa que levanta la espuma de los días.


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