Mi madre era de Mariúpol
Natascha
Wodin
Traducción
de Richard Gross
Libros
del Asteroide
Barcelona,
2019
307
páginas
Lo
peor de todo no es que no sintamos que la escritura del destino, del futuro, no
esté en nuestras manos; lo peor de todo es darnos cuenta de que el destino
también se escribe en dirección al pasado y que éste nos sobrepasa, nos aturde,
nos condiciona. Ahí si que somos incapaces de modificar nada y solo cabe la
aceptación, que viene en forma de relato: el éxito de las psicoterapias es la
reconciliación con el relato del pasado, ya que nos resulta imposible
reescribirlo y mucho más revivirlo, que es lo que en realidad deseamos. Pero conocer
nos ayudará a estar en el presente, a comprender lo que nos sale al paso, todas
las veces que demasiadas cosas nos muerden los tobillos. Las psicoterapias son
personales, sí, pero también sociales. Toda sanación afecta a más personas que
a uno mismo.
A
ese género pertenece este Mi madre era de
Mariúpol, una indagación propia de un detective moderno, que se propone
revisar la historia personal, familiar y de tribu, desde hace más de cien años
hasta la fecha presente. La trama, que es la investigación, es exhaustiva. Natascha
Wodin (Baviera, 1945) nos habla de una época en la que la existencia era
demasiado difícil, al menos para los que nacieron en Europa del este, o para
casi todos ellos. Las historias en las que nos sumerge, las de los abuelos, los
padres, los tíos, los hermanos, el árbol familiar al completo, son de una
tristeza demoledora. Nos enfrentamos a personas que no tenían permiso ni siquiera
para deprimirse, porque estaban enfrascados en la pura supervivencia. Hablamos
de la gente, en una época en la que no existía ni siquiera clase media, de los
humildes, de los que se aferran a cualquier forma de dignidad, con tal de que puedan
sentir que lo único que les es propio, la dignidad, sigue intacta y se la llevarán
a la tumba.
Wodin
busca explicar todo. Describe mucho, describe las situaciones a las que se
vieron sometidas, la imposición del destino sobre la voluntad. Y lo hace con un
estilo que parece, por momentos, demasiado objetivo. Hay que comprender que una
implicación más emotiva, más sentimental, en la narración, empujaría al lector
a un exceso de tristeza que no dejaría ver la consistencia de la narración. Una
obra que busca saldar cuentas, por el sencillo método de lograr que aquellos
desaparecidos permanezcan con nosotros, y con nuestra memoria, al menos una
pequeña temporada. La historia debería ser la historia de los humillados y
ofendidos, y se encuentra en libros como éste, y no en las aulas, en las
academias. Pero esta forma de conjurar el dolor suele estar abocada al fracaso:
es un consuelo, y los consuelos están subvaluados, sí, pero no conseguiremos
espantar fantasmas, librarnos de la soledad de la madre, que es el eje sobre el
que gira el texto, alejar la melancolía. Aprenderemos a convivir con ella, pero
será una parte de nosotros como lo es la miopía o el dolor de cabeza que nos
acompaña al despertar.
Mi madre era de Mariúpol es
una suerte de psicoanálisis de tribu, de una gente que vivió en su carne y en
su alma, de forma muy dolorosa, ese tema tan esencial que es la dificultad de
encontrar nuestro sitio en el mundo. Se trata de una obra que versa sobre los
miedos, así, en plural, y los miedos siempre los sentimos hacia aquello que
desconocemos de nosotros mismos, por eso es tan conveniente conocer, por mucho
que la gente diga que prefiere mirar para otra parte cuando acosa la tristeza,
la depresión, la melancolía. Siempre es mejor enfrentarse al miedo, como hace
Wodin, para encarar el destino, ese que eligen los demás por nosotros, sabiendo
que podemos hacer nuestra propia suerte: conocer quiénes somos, conocer cómo
reaccionamos, conocer la condición humana, esa que levanta la espuma de los
días.
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