La promesa
Silvina Ocampo
Lumen
Barcelona,
113 páginas
Una mujer cae al mar, en un
punto desde el cual no se divisa tierra, y se deja mecer por el agua como si se
tratar de líquido amniótico, para comenzar a recordar, a revisar sus días.
Damos por supuesto que está flotando para sobrevivir, pero para saber que está
viva se le ocurre la solución de trabajar la memoria. Y se encuentra con que su
vida han sido los demás, tantas y tantas personas que la han rodeado, que así
es como se ha ido afectando la educación sentimental, que gracias a ellas ahora
es ese ser que flota a la deriva en mitad del océano, y que sabe que merece la
pena seguir respirando. El presupuesto del que parte Silvina Ocampo (Buenos
Aires, 1903 – 1993) en esta novela, La promesa, nos coloca en una
paradoja: el relato podría ser interminable, porque son interminables los
recuerdos que uno ha acumulado a lo largo de la vida si quiere enunciarlos y
encadenarlos, pero su tiempo es limitado, aunque desconoce hasta dónde puede
llegar, porque con el agua por todo entorno nada le garantiza sobrevivir hasta el
día siguiente. Pero esta mujer analfabeta, según confiesa en la primera línea,
está escribiendo, algo que también es imposible. Dicho así, la única forma de
resolver el enigma sería pensar que estamos tratando con un fantasma. O tal vez
no se trate de un fantasma, pero sí es un espíritu, alguien que afirma no tener
vida propia, pero sí conservar lo propio del espíritu, que son los
sentimientos.
«¿Despertaré la curiosidad de los peces que suben a la superficie?
Suben a cierta hora y me miran, siento que me rozan con las aletas. Piensan que
soy una náufraga.»
Será este precepto el que
dé el tono de la obra, que es lírica y sensual, como nos gustaría que hubieran
sido las relaciones con las demás personas y entre las demás personas: «Son tan sentimentales las mujeres», afirma este personaje que se pregunta: «¿Algún día pensaré en alguien que no sea una persona?». Alguien: persona. Lo que sucede es que intenta definir qué
es lo que nos hace personas, al margen de la morfología, y recuerda a los amigos
preguntándose sobre la prioridad de querer ante la de ser querido, o de ser
querido ante la de querer. Pero querer no es direccional y esta es una cuestión
más bien propia de los adolescentes. Hay que tener en cuenta que la
adolescencia es la etapa de la formación de la personalidad y que si invertimos
la ecuación, cada vez que algo nos afecta seriamente volvemos a la adolescencia
y, en el caso de nuestra narradora, a la belleza adolescente: «¿Qué es enamorarse? Perder el asco, perder el miedo, perder
todo», sostiene alguien que se encuentra en una tesitura delicada,
con toda la polisemia de la palabra delicada sobre la mesa: «¿Se podrá hacer el amor adentro del mar? Tantas veces quise
suicidarme y ahora que podría hacerlo fácilmente, no puedo».
Nos hemos construido
sobre lo plural, pero sólo podemos expresar esa pluralidad de forma lineal. Así
Ocampo va encadenando los retratos de los seres queridos de la narradora, que
apenas interviene en las acciones, y las intervenciones de los mismos, las más
significativas, en lo que afectan al personaje. Y estas intervenciones no son
salvajemente atractivas, son de tono sosegado, son simbólicas y lenitivas, por
mucho que escondan fiereza en algún momento. En realidad, la impresión que
tenemos es la de entrar dentro de la cabeza de alguien que se ha reconciliado o
se está reconciliando con el oficio de vivir. Y nos muestra cuál puede ser el
camino para no saturar nuestro tiempo con enfados, porque no le han faltado
motivos para alterarse, para desconcertarse, porque ha conocido la acidez de la
vida, pero ahora, inmersa en aguas, con riesgo de que esta sea la última
confesión, lo que desea no es odiar sino, más bien, poesía. De ahí esta
preciosa forma de escribir.
Fuente: Zenda
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