El caballo ciego
Kay Boyle
Traducción de Magdalena
Palmer
Muñeca infinita
Madrid, 2022
165 páginas
Nos pasamos la
adolescencia soñando con mil cosas y la etapa que viene después soñando con que
deberíamos haber mantenido los sueños de la adolescencia. Uno sabe que ha
envejecido cuando ya no siente que le enfadan las injusticias que le enfadaban
siendo joven, dijo André Gide. Ese es el termómetro que nos indica nuestra
calidad energética. En realidad, cuando decimos que maduramos sosteniendo qué
bonitos y estúpidos fueron los sueños de juventud, que parece mentira todo lo
que te enseña la vida, no hemos aprendido nada. Lo único que hacemos es señalar
que nos hemos vuelto unos acomodados que perdieron escrúpulos por el camino. No
volveremos a tener la fuerza ni el fuego que teníamos entonces, es cierto, pero
sí es posible conservar las ilusiones que arrojamos por la borda como si fueran
pescado podrido. De ahí que debamos enfrentarnos a relatos como El caballo
ciego, donde todos los recursos están puestos al servicio de despertar la
humanidad que una vez tuvimos. Decimos humanidad y eso significa ser sensibles
y dejarse llevar por la sensibilidad.
Una chica adolescente se
enamora de un caballo ciego al que pretenden liquidar adultos con la piel de
lagarto y la mente de un pragmatismo indomeñable. Si está ciego no podrá saltar
y, por supuesto, un caballo que no pueda saltar no será feliz. Atribuirse el
derecho a decidir sobre la felicidad de un ser que no puede expresarla, y por
tanto no sabemos si puede sentirla, es un atrevimiento que nos hace suponer que
podemos jugar a ser dioses. La chica escucha el latido de un corazón y con ello
le basta para estar convencida de que la vida se impone, de que existe una
potente voluntad de vivir. Para recuperar la esencia de ese eje que sigue la
humanidad, la sensibilidad, la compasión, pocas cosas son tan convincentes como
las terapias con animales. El caballo que siente confianza devuelve confianza.
Esta obra trata sobre las ilusiones que deberíamos seguir manteniendo, y lo
hace con un estilo que refleja su época: la prosa algo barroca, muy expresiva,
que se tuerce en la exploración de las razones que la razón no entiende y busca
explicarnos, que atrapa y sorprende, que ya vimos en algunos de los
contemporáneos de Kay Boyle (1902 – 1992) como Thomas Wolfe. No importa que se
nos hable de pequeñas cosas, de hecho, es a partir de las pequeñas cosas, de
los pequeños gestos, cuando la ética que lleva a un estilo tan hábil y lleno de
simbolismos en el que nos reflejamos.
Por suerte para la chica,
siempre quedarán algún adulto al que le revivan las brasas de una juventud que
no fue en balde. Y ahora lo demuestra. A veces eso se conoce como amor.
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