El viaje de Chihiro
Tal vez sea la categoría más asombrosa,
entendiendo por asombroso algo lleno de entusiasmo, que un lector pueda
elaborar: la de los libros que tras su lectura piensa que hubiera deseado
escribir él mismo. En mi espacio personal enmarco muy pocos así, y los conservo
en las mejores estanterías de la memoria, donde están siempre expuestos,
siempre listos para regresar al primer plano de los pensamientos sentimentales.
Por ahí anda Pedro Páramo, El desierto de los tártaros, Helena o el mar del
verano y, por supuesto y siempre, Mientras agonizo. Como espectador
de cine, resulta más complicado pensar en esos términos, pues una película es
una obra plural y tal vez no sabría decir si me hubiera gustado escribir el
guion, dirigir o, sencillamente, idear Sin perdón, Plácido o Una
historia verdadera. Con El viaje de Chihiro me sucede todo ello a la
vez: ojalá la hubiera imaginado, ojalá la hubiera puesto en escena, la hubiera
dibujado, la hubiera producido, ojalá hubiera sido el director de arte y el
guionista. Ojalá fuera mi criatura. La única forma que tengo de integrarla en
mi vida es volver a verla. Y es mucho. Así participo de ella con credulidad y,
por tanto, con entusiasmo: ¿cómo puede ser malo el mundo si ha permitido la
creación de un Bildungsroman como El viaje de Chihiro?
Como relato de iniciación, sorprende el
ambiente: lo que lleva a madurar no es el enfrentamiento al mundo de los
adultos, ni la supervivencia social, ni siquiera la aventura para la que su
cuerpo se supone que no está capacitado, pues el viaje de iniciación tiene
lugar, como no habíamos visto nunca, en un mundo que suele atribuirse como
propio de los niños: el mundo de la fantasía. Hay fantasmas, monstruos, seres
raros, magos, dragones… Uno crece desde el mundo de la infancia, no desde los
presupuestos que imponen sus mayores.
El viaje comienza con una familia
compuesta por unos padres y su hija, que abandonan la ciudad para irse a vivir
cerca de los bosques. Allí, en uno de los escasos rincones donde pervive o se
permite pervivir al bosque y a los seres del bosque que se alejan de los
hombres, comienza lo que se supone que es extraño. Decimos se supone porque
enfrentarse a duendes y hadas, a trols y fuegos fatuos, no entra en los
criterios de lo cotidiano del urbanita. Sí fue parte de la vida de los pastores
durante siglos: en el bosque había fenómenos y ruidos inexplicables. Nada más
empezar, nuestra protagonista debe integrarse en el mundo de la imaginación:
“Tienes que comer algo de este mundo, sino desaparecerás”, le advierte el que
será su salvaguarda. Luego convive con los ocho millones de dioses que acuden
de noche al hotel de aguas termales. Pero ¿quiénes son esos dioses? ¿Qué se
supone que son los dioses en una cultura tan alejada? Hablamos de seres
deformes, algunos horribles, otros graciosos, que se mueven como un banco de
medusas. En la mitología japonesa los dioses representan elementos naturales:
agua, fuego, luna, viento, etc. De hecho, serán los que representen al río
quienes cobren un protagonismo más especial en una reivindicación ecológica que
aquí se oculta, pero que en La princesa Mononoke, otras de las grandes
películas del estudio Ghibli, saltaba a primer plano.
Nuestra protagonista, la niña Chihiro,
enseguida es aceptada con ternura por los seres más humildes que habitan entre
los sirvientes del hotel. Y se irá ganando el afecto de los demás mostrando que
no rendirse significa no rendir la sonrisa, la generosidad, la buena
disposición, sentir el valor de los demás para sostener el valor propio. Hay un
detalle que me hace recordar, cada vez que la veo, a Los libros de Terramar,
la trilogía de magos y dragones de Ursula K. Leguin que leí con diecisiete
años: la importancia que se concede al nombre verdadero, a no olvidarlo, a
conocer el nombre de los demás. Nombrar es conocimiento: sé quién eres, sé
quién eres en verdad. Cada vez que reviso esta película siento la misma forma
de felicidad que sentí en la adolescencia leyendo aquellos libros de fantasía.
La felicidad es imposible definir, a no ser que seamos capaces de poner nombre
verdadero a lo que sale del corazón. Y para eso todavía no se ha creado un
lenguaje.
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