La red y la roca
Thomas Wolfe
Traducción de Alberto
Moyano Muñoz
Piel de Zapa
Vilassar de Dalt, 2022
597 páginas
¿En qué momento el héroe
se convierte en un trapo? ¿O un trapo seduce como si fuera un héroe? Tal vez
sea imposible hablar de uno mismo, o de uno a través de la figuración de otro,
haciendo de ello un tema universal, pero es inevitable pensar que todos
sentimos lo mismo. Este esfuerzo, el de explicar al héroe y al trapo, y los
vaivenes emocionales y psicológicos que nos llevan de uno a otro, se encuentra
en los cimientos de La red y la roca, la primera novela póstuma de
Thomas Wolfe (Carolina del Norte, 1900 – Baltimore, 1938). Meter todo el mundo de
las sensaciones, de las emociones y de los sentimientos, a través de las limitaciones
del lenguaje, dentro de un protagonista, es un esfuerzo que vuelve a darle a la
obra de Wolfe ese tono oracular que tanto hipnotiza. El estilo, lo reconocemos
en todo momento, es barroco, está lleno de un ritmo muy magnético y traduce una
obsesión. No se puede reprochar nada a la traducción de Alberto Moyano Muñoz.
La repetición y la acumulación de adjetivos forman un conjunto en función de la
pesadilla de representar la condición humana. Una pesadilla que en ocasiones,
muy pocas, pasa a ser sueño. Se nos habla de la dificultad de vivir a partir de
aquella frase que Paul Valéry señalaba como la maldición de los novelistas: la
marquesa salió a las cinco.
La red y la roca está llena de marquesas saliendo a
las cinco, de frases que serían así de sencillas de no ser porque caen en manos
de un orfebre. Y se trata de un orfebre que escruta hacia el interior. Wolfe
también apuesta fuerte en la suma de aciertos. Todos sabemos que un acierto más
un acierto suele ser igual a un fallo, pero en este caso la suma de aciertos es
imparable. De ahí que se exprese siempre con la misma intensidad, tanto cuando
el protagonista se asoma a la ventana como cuando nos habla de morir o asistir
a una muerte. En este sentido, Wolfe es solícito y brutal, y conviene regresar
a él para saber de dónde vienen tantos escritores que nos han apabullado verbalmente.
Y no siempre con tanto sentido como el que tiene Wolfe, cuyo instinto literario
vuelve a representarnos la vida de un muchacho, un alter ego, con todas
las dificultades de crecer, de aprender, de salir adelante, puestas sobre el
tapete.
Volvemos a sorprendernos
cuando se nos habla de lo feo que es vivir, pero que esa fealdad no deja de
poseer un imparable atractivo, el que comparte con el pecado y con la
estupidez. Todo con una trama elaborada sin complicaciones, en la que los
acontecimientos se suceden, en la que los descubrimientos tienen lugar paso a
paso. “El resultado era que la historia parecía emerger de una marea oscura y
turbulenta de emociones”, comenta sobre la lectura de Crimen y castigo. Y
cabe preguntarse si esa no es la misma intención que pone él sobre su obra. Aunque
en este caso, esa marea oscura y turbulenta no tiene que ver con un asesinato,
lo cual empaña más la resolución moral del escrutinio del alma a que nos somete.
Este sometimiento, al que
el lector se entrega con un deleite que le ayuda a recuperar el gusto por la
gran literatura, tiene por referentes lo cercano, lo propio de las provincias
donde vivió Wolfe, cierto solipsismo. Pero aparecen referentes culturales mucho
más universales con frecuencia: mitos, leyendas, religión, literatura. En
realidad, Wolfe recurre a todo lo que de verdad sabe que conoce. Y todo ello se
refiere a una concepción de la vida como lucha. En esa lucha, nuestro personaje
central se muestra hipersensible, es alguien que busca llenar lo irrellenable.
Es imposible huir en un mundo en el que es imposible evitar que la gente no
deje de entrar y salir en la vida propia. De ahí esa angustia que se supera gracias
a la intriga de la conciencia, del exceso de conciencia, con que Wolfe trata a
sus textos.
«Las palabras salen de él a borbotones, como lanzas de pensamiento arrojadas por el aire, proyectiles descontrolados de ideas, de ambiciones y sentimientos. Si hubiera hablado diez idiomas no habría sido capaz de pronunciarlo todo, y aun así arremetían y espumeaban y cargaban en el umbral de su lengua, y a pesar de ello no lograba expresar ni una milésima parte de lo que deseaba. En la superficie de ese tremendo flujo de ideas, él mismo era arrastrado como un trozo de madera, girando y naufragando, indefenso en medio de su propio torbellino desbordado. Al ver que todos los medios de los que disponía eran insuficientes, como alguien que vierte aceite sobre un incendio descontrolado, pedía una bebida tras otra y se las bebía de un trago.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario