El hombre corzo
Geoffroy Delorme
Traducción de Blanca Gago
Capitán Swing
Madrid, 2022
184 páginas
«Los animales me enseñan que cuanto más pienso, más me atrapa la sensación de peligro.»
La frase la enuncia
Geoffroy Delorme (Francia, 1985) al principio de esta reivindicación de ser
salvaje que es El hombre corzo. A casi nadie se le habría ocurrido
asociar pensamiento con peligro, es decir, razonamiento con miedo. Pero Delorme
está definiendo así la esencia de ser humano, la esencia que nos separa de lo
salvaje: el uso de la inteligencia y nuestros temores, que no son los mismos
que comparten los animales. O al menos los animales del bosque en el que él
vivió durante siete años, integrado en una manada de corzos, con quienes llegó
a sentir el grado de simpatía que implica la conciencia de pertenecer a una
tribu. Los corzos fueron sus hermanos, sus maestros, su calor y su
consagración.
Rápidamente nos lleva la
experiencia vital que describe a pensar en Mowgli o en Tarzán, con la
diferencia de que aquí nos hallamos a un adulto que elige esta forma de vida.
¿Podríamos llamar libertad a su estilo, a su dedicación, a su vehemencia, a su
integración salvaje? Seguramente sí. Entre otros motivos, por saberse reducido
a la esencia más pura de lo que somos, que es la naturaleza. Y por ese
extrañamiento de la civilización que muestra de vez en cuando, en cuanto se
acerca a una carretera o a la casa en la que viven sus padres. Todos sentimos
demasiado lastre a cuenta de la faceta artificial de nuestro modo de vida, y
con frecuencia miramos con envidia a un pulpo, un gato o un ave, que no se
implican en nuestras razones ni en nuestros miedos.
Delorme nos habla de la
solitud como beneficio, frente a la soledad como patología; es decir, de la
solitud por carecer de compañía humana, frente a la soledad, que es una
angustia sentida a la hora de afrontar por uno mismo la existencia. Resulta más
sencillo conocer a los corzos, a los que llega a valorar por lo que son, no por
sus efectos sobre los demás, no porque cada acto, cada decisión, pueda tener
una influencia perniciosa. Establece así una complicidad que nos hace dudar de
la salud de quien transita por una experiencia tan extrema, pero que, sin duda,
nos sirve de lección al compartirla. De hecho, no sólo hay un pequeño tratado
de etología dentro del relato, sino también la reivindicación de un hombre
nuevo, transformado en protector de la naturaleza sin dilación y si versiones,
sin peros. A esta transformación llegaré él a través de admirar las costumbres
de los corzos, y de la empatía por su sufrimiento.
El libro está construido
tejiendo diferentes momentos, los episodios más significativos, que más le
afectaron. Y a golpes, asistimos a una metamorfosis, comprobamos cómo uno puede
ir perdiendo lo que creíamos que suponía ser humano -probablemente con muchos
errores por nuestra parte-, para integrarse en lo salvaje. Dolarme llegará a no
reconocerse más que en el contacto con los corzos, cuya suerte nos importa más
a medida que van pasando las páginas y comprobamos cómo se ve acosado su
hábitat. No es nuevo encontrarse con un autor que se convierte en portavoz de
una causa a partir de una experiencia propia, a partir de un pensamiento algo
solipsista, al menos en comparación con las conclusiones de los grandes
estudios académicos. Pero esta nueva voz reclamando respeto al bosque y a las
criaturas del bosque, debería llevarnos a pensar en cómo podemos salvar nuestro
pequeño mundo. Y el planeta entero es la suma de los pequeños mundos.
Seguramente sea algo más que eso, pero mientras carezcamos de un poder de
decisión y acción universal, lo que es seguro es que debemos cuidar nuestro
entorno, y a los seres feéricos que viven en él.
Fuente: Revista de letras
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