Ciudad difunta
Jia
Pingwa
Traducción
de Blas Piñero Martínez
Kailas
Madrid,
2019
985
páginas
A
la hora de la verdad, esta vida, en lo que concierne a lo social, se ha
transformado en una convivencia de soledades. Sacamos a la palestra nuestros miedos
y nuestros prejuicios, y apenas encontramos apoyo, muchas veces profesional, y con
unas mínimas dosis, hallamos compañía. Se trata de dosis exquisitas, raras
flores que brotan en los estercoleros. Tal vez sea la característica de la
neurosis colectiva mundial, tanto la de campo como la de ciudad, o, casi con
seguridad, el componente principal de los desequilibrios emocionales que surgen
de la nostalgia de la naturaleza. Más agudos, si cabe, en la vida urbana entre
millones de seres, como si, efectivamente, se le hubieran puesto puertas al
campo nada más terminar el asfalto. Esta novela de casi mil páginas, que uno
afronta sin temor en cuanto percibe que no desfallece, que te mantiene dentro
de una lectura fácil y comprensible, de la que se nos escapan, seguramente,
algunas claves culturales, trata sobre la increíble capacidad de no entender
nada, sobre la naturalidad de las mentiras, incluidas las que nos prodigamos a
nosotros mismos, sobre las miserias de la ciudad y la cuestión, que abunda y
que al final deberá ser resuelta, de si no sería mejor largarse.
El
protagonista, un escritor con el estigma del mito, elevado a los altares del
ideal de la clase media y media alta, considerado un semidios, se sirve del sexo
para sustituir esos momentos lúcidos y amables en los que uno encuentra
compañía. Su leyenda es más que suficiente para triunfar entre las mujeres,
entre todas las mujeres, una a una, en una suerte de adulterio sucesivo con vagas
promesas de monogamia. Su supuesta sabiduría se reduce a una promesa de una
obra que nunca empieza. La eterna conclusión postergada, ya se sabe, es una de
las claves de la literatura de Kafka. Pero este personaje se despliega como un
tipo con una autoestima que necesita recompensas para existir, en la que los
párrafos dedicados al sexo explícito han sido sustituidos, y se consagran como
los momentos en que rellena el cubo agujereado que es su fe en sí mismo. A su
alrededor, se despliega una ciudad que ha creado su propio fetichismo, de
clase, de clase urbana, de vida propia de los años noventa en China, en la que
los zapatos, los ataúdes o la leche son elementos que rozan el pensamiento
mágico. De hecho, la obra comienza con unos episodios que nos recuerdan a la
magia del Génesis, antes de aterrizar en el suelo de las casas y en los estómagos
que comparten cenas.
Se
desglosan costumbres, hasta que el impulso sexual rompe esa tendencia narrativa.
O, en ocasiones, los guiños al absurdo. El protagonista tiene algo de
reaccionario, pues respeta la tradición, incluida la que le da permiso para
conquistar mujeres. Está sujeto a convenciones sociales, que son unos grilletes
para todos los que aparecen en la obra, incluidas, a medida que leemos nuevas
aventuras, las de la lujuria. De esta manera, Jia Pingwa (Shaanxi, 1952) crea
una obra sin trama, porque la vida misma, la auténtica, la que no está en las
películas, carece de trama, de estilo narrativo, de estructura. Aunque sí sabe
a dónde quiere llegar. Junto a los miedos de la vida contemporánea, sobrenadan miedos
viejos, como si los hubiéramos heredado a través del tiempo por no sé qué mecanismo
espectral. Por muchos prodigios que ideemos para la ciudad, no superaremos los
miedos personales a no ser escondiéndonos o huyendo, si es que se trata de
acciones diferentes. El pasado pesa en la sociedad y si nos empeñamos en
conseguir esas pequeñas y consoladoras dosis de compañía, dentro de la sociedad
tenemos que movernos, que agitar nuestras banderas y esparcir los olores.
Preocupados por que no se note que obedecemos a una pose, nos empeñamos en
mantener una farsa que terminamos por creernos. Lo propio de la ciudad sería,
pues, la mitomanía.
Dos
citas, superadas la mitad del libro, declaran de alguna manera su espíritu: “La
ciudad se había creado en la más alta contradicción con los principios del
Universo. Es el miedo profundo del hombre a ese mismo Universo el que ha creado
la ciudad como espacio vital”. “Pero en los tiempos presentes, los hombres ya
no comprenden el budismo. Han abandonado el espíritu del mono, el espíritu del
cerdo, o el espíritu del caballo… Dime, ¿qué se puede hacer en este mundo?”. El
universo es la expresión definitiva de la naturaleza, es la naturaleza, y el budismo,
como es fácil interpretar, es la forma en que sentimos la naturaleza, cómo la
respiramos, cómo nos afecta y cómo la respetamos. Pocos son los lamentos que se
permite Jia Pingwa, porque apenas nos ofrece ningún descanso. La ciudad difunta,
la que él crea y en la que él vive, en la que vivimos nosotros, tampoco.
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