Ser animal
Charles
Foster
Traducción
de Enrique Maldonado Roldán
Capitán
Swing
Madrid,
2019
240
páginas
El
principio sobre el que Charles Foster (Reino Unido, 1962) parece sostener no
solo la filosofía de este libro, sino la de su paso por el planeta, es que los
seres humanos somos, en gran medida, exiliados de la naturaleza. Con distintas
variaciones, que están más en función de la empatía y la compasión que de los
hábitos y los paradigmas, comulgamos con ella como lo hace la lluvia, que
aparece y desaparece. Su propuesta de regreso a la naturaleza es osada, un
tanto manierista, pero de un valor inestimable: hace falta que alguien tenga
esa convicción que los demás no nos atrevemos a tener. Foster pretende
protagonizar un estudio etológico en carne propia. Quiere avenirse a ser lo más
parecido a una serie de animales que elige en función de los cuatro elementos
esenciales: el tejón, la nutria, el zorro y el vencejo, con intervención
también del ciervo. Su idea se aproxima a la del Chamán que mediante autohipnosis
o hipnosis producida por alguna droga natural, se convierte en otro ser vivo y
todas las experiencias de la naturaleza, con todos los sentidos bien afilados,
se reflejan en sus entrañas y en las pantallas de su memoria.
Pero
en el caso de Foster no hay sustancia mediadora ni cabe engañarse a uno mismo.
Cree en el trabajo duro, en la suma de días y noches, en las experiencias sobre
el terreno. Cree en el aprendizaje por la experiencia y que esta debe ser ardua
y dolorosa, “después del agotamiento, del ayuno y de inmensas dosis de seta
matamoscas”. Vive en una hura en el monte y se arrastra con los ojos a la altura
del tejón, tal vez su animal favorito a la hora de representar la realidad de
la naturaleza. Come lombrices, duerme en el monte. Intenta pescar con las manos
y deslizarse por toboganes hacia el rio y los lagos, como hacen las nutrias, y
no durante uno o dos fines de semana, sino durante largos meses. Vive como un
vagabundo en las calles de Oxford, durmiendo en cualquier guarida entre contenedores
de basura y saltando por las tapias, como los zorros urbanos, a costa de
parecer un loco a las demás personas. Aunque persona, aquí, como en El viento en los sauces, se aplica más a
los animales que al homo sapiens, con la diferencia de que a juicio de Foster
no es preciso que los animales sufran una transformación antropomorfa. Y,
finalmente, quiere sentir cómo vuelan los vencejos, como lo podría sentir incluso
un parapléjico anclado a una silla de ruedas, pues se trata de su animal
totémico si tenemos en cuenta que la naturaleza y el viaje son un ideal, pero
un ideal asequible: se precisa empatía, sentimientos, sensibilidad, no sueños
absurdos como el que nos mete en un tubo para volar lejos.
Convencido
de que si abandona su ser encontrará más de sí, al igual que sucede en la
meditación o tomando un sol que nos vacía la mente, Foster relata sus
experiencias al tiempo que hace un despliegue de erudición y análisis de la
naturaleza. El recorrido es emocionante y su resultado muy atractivo. Hay que
advertir, eso sí, que para traducir lo que él siente emulando las acciones de
los animales, siendo animal, utiliza el lenguaje humano, esa pila de conceptos
que sumandos a otros conceptos van generando nuevas ideas, algo tan complicado
que sirve, a su vez, para acercarnos a los animales y para sabernos distintos a
ellos. En cualquier caso, para expresar un lamento por la pérdida del salvajismo
uno tiene, necesariamente, que utilizar una expresión que signifique pena y
nostalgia, incluso una nostalgia por un tiempo que no conoció. Una nostalgia
por la fisiología del animal y por el paisaje que cayó en el olvido de la
Tierra. Así y todo, Foster no ha escrito un libro melancólico, sino concreto,
valiente y sabio.
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