jueves, 9 de noviembre de 2017

EL SUNSET LIMITED

El Sunset Limited
Cormac McCarthy
Traducción de Luis Murillo Font
Mondadori
Barcelona, 2012
97 páginas



Un diálogo entre un pez y un ave


El asunto no es nuevo, y nadie lo ha expresado mejor que Camus: “No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”. Porque si el suicidio fuera un relato, la narración trataría de resolver, o plantear en términos que azotaran el entendimiento, la duda de si la vida merece la pena ser vivida. Frente a esa cuestión, a ese ser o no ser, cualquier otra dedicación del pensamiento empequeñece: “Se trata de juegos; primero hay que responder”, dice Camus en El mito de Sísifo, antes de calificar esta posible respuesta como “el gesto definitivo”. Suicidarse sería, por tanto, una resolución a favor de uno de los posibles gestos definitivos, y algo así debe hacerse con una solvencia contundente. Esa es la conclusión a la que llega el personaje de la última obra de Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933), a quien conocemos como Blanco. Su oponente, su rival dialéctico, recibirá el nombre de Negro, atendiendo, como el anterior, a su raza, pero también a dos visiones contrapuestas de la vida. La primera, la de Blanco, es la del divergente, la del cínico, la del pesimista, la del depresivo y la de alguien fundamentalmente reaccionario: “Las cosas que me gustaban eran muy frágiles. Yo eso no lo sabía. Pensaba que eran indestructibles. Y no”. Dicho en otras palabras: todo cambio empeora todo. Frente a él, sentado en una silla de su miserable hogar, donde transcurre el debate, el personaje Negro demuestra ser un bonachón con el manual de instrucciones bien aprendido, un asceta, un expresidiario transformado en un creyente maniqueo: “Que o amas a tu hermano o mueres”, define así el mundo, un mundo que en esos instantes califica como la verdad que tiene ante sí, y esa verdad es su rival Blanco.
No hay acción en El Sunset Limited, porque no es un relato. Ni siquiera, como uno espera encontrar, es un relato de apariencia teatral. Escrito en forma de obra de teatro, las menos de cien páginas de este libro son únicamente un diálogo, pero, eso sí, un diálogo soberbio, un diálogo que uno no termina de leer. Eso es lo que tiene en común con el resto de la obra de McCarthy: una potencia que lleva a revisar una y otra vez las páginas que uno va descifrando. La situación de la que se parte, deja bien a las claras los términos en que se va a desarrollar el diálogo: un corpulento hombre negro acaba de salvar a un patético hombre blanco de subirse a un tren llamado Sunset Limited, que en una mala traducción sería algo así como la restringida puesta de sol, o el ocaso recortado. Una vez dentro de la miseria elegida en que vive Negro, tiene lugar una charla que no es una confesión ni una terapia, que por momentos se transforma, eso sí, en una confesión y una terapia a pesar de Blanco, que es el agente radiografiado. Y de esas ocurrencias y revisiones a sus pareceres, el pesimismo de Blanco no se irá tambaleando, pese a que Negro se empeñe en llevar sus convicciones al terreno del conflicto entre felicidad y sufrimiento. Aunque reducido a esa esencia, Negro ha encontrado el sentido de la vida, abrazando la fe. Mientras que Blanco se mantiene en el nihilismo: “lo que sucede no necesariamente ha de tener otro significado”, dice, sabiendo que lo que sucede es la vida y que, a su juicio, vida es mera existencia. Convencido de que la casualidad no existe, pero sí el destino, Negro trata de salvar a Blanco del suyo. Y ya se sabe lo complicado que resulta salvar a la gente de sí misma. McCarthy es bien consciente de ello. De ahí que durante la lectura de la obra, el lector no cese de preguntarse si las intenciones de McCarthy son las de transformar a los personajes, o las de transformar al lector. Por eso McCarthy no cesa de soltar duras cuestiones, en forma de réplicas y trampas lógicas, acerca del oficio de vivir.
El Sunset Limited es un soberbio retorno al existencialismo de alto voltaje, una obra sobre las versiones de la locura alejadas del lirismo sanador, sobre la pena que aturde, la que lleva al hombre a dejar de entenderlo absolutamente todo. Y ese aturdimiento puede abocar al fanatismo religioso o a la extinción voluntaria.



Fuente: Quimera

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