Flannery O’Connor
Brad Gooch
Traducción de
Aurora Echevarría
Circe
Barcelona,
2011
485 páginas
Novelas
Flannery
O’Connor
Traducción de
Celia Filipetto
Lumen
Barcelona,
2011
429 páginas
El sur no termina de leerse nunca
Es complicado
escribir la biografía de alguien que apenas ha vivido, si tenemos en cuenta que
vivir para que se relate la existencia de uno quiere decir tener experiencias
apasionantes. Este es el caso de la biografía de Flannery O’Connor, la
escritora que disputa a Carson McCullers el título de gran autora del sur de
los Estados Unidos, agazapada tras el inmenso Faulkner, al que rinden pleitesía
una y otra vez en su mundo literario, catalogado como realismo grotesco. De ahí
que el reto que se propone Brad Gooch sea muy ambicioso: llenar cuatrocientas
páginas con una historia real que es todo lo contrario a una montaña rusa y
conseguir que el lector no se aburra. Ese es el motivo por el que este libro no
es una biografía al uso, una narración accidentada del crecimiento y
envejecimiento de una persona.
Gooch, un
autor con mucho oficio periodístico, se ve motivado en su empeño por la
necesidad de descubrir las claves de la obra de O’Connor. Y a su acceso
encuentra claves de índole exterior, que son con las que compone su obra: la
descripción del ambiente en que vivió O’Connor, incluidos los espacios
arquitectónicos; la férula de una enfermedad, el lupus, vinculada, en cierta
medida, a la férula de la persona que atendió a la escritora, su madre, que la
indujo a castrar un tanto su vida; la idea de un mundo perfecto si este está
impregnado de catolicismo; la tendencia a una vida conservadora tan patente en
la región donde pasó O’Connor sus días y sus noches; el hábito de escuchar lo
que no debía y su negadas dotes para la ortografía; y el acento del sur, un
acento que se expresa tanto en la prosa de la autora como en sus personajes y
en los límites a los que los arrastra, los límites de las costumbres, que
componen un universo literario regionalista pero universal, nada provinciano,
como el del maestro Faulkner.
Así pues,
este libro acaba siendo una aproximación a la periferia de la biografía de una
persona cuya obra queda marcada, tal y como sugiere Gooch, por una gallina que
tuvo de niña y que era capaz de caminar de espaldas, germen de esas almas que
marchan hacia atrás tan frecuentes en sus relatos. Desconocemos si este es el
secreto de la literatura de O’Connor, dado lo complejo que resulta leer la vida
de un autor en su obra. Pero, como buen investigador, Gooch no pierde la
esperanza de rastrear las experiencias vitales de la escritora para indagar
cómo se reflejan en su mundo literario y cómo se forjó su talento. Gooch, como
buen lector, reconoce la fuerza que late en la obra de O’Connor, pero no
alcanza a entenderla. Quizás por eso peque un tanto de reverenciar las figuras
de los escritores y de otros artistas, a quienes en cierta medida ve como
mejores que las personas normales, una pose que odiaba O’Connor y que es el
punto más flojo de este libro, por lo demás bastante interesante.
“Vengo de una
familia donde la única emoción digna de exteriorizarse es el enfado. En ciertos
miembros esa tendencia produce urticaria, en otros literatura, en mi caso me
produce ambas cosas”. Estas frases resumen el humor inteligente y cáustico de
O’Connor, alguien a quien alguno de sus amigos calificó como una persona con
mucho talento que, es una lástima, veía la vida como una historia de horror. Una
escritora con un verdadero sentido de lo dramático, que confiaba más en su
técnica que en su piedad. Para los admiradores de O’Connor, este es un libro
que les aportará una pequeña dosis más de admiración por una obra personal, que
deja siempre unos posos de algo similar a la moraleja, al borde del
sensacionalismo pero sin perder verosimilitud, como es fácil verificar a través
de sus dos únicas novelas, Sangre sabia y
Los violentos lo arrebatan, que ahora
recupera Lumen.
“Te comportas
como si te creyeras que tienes la sangre más sabia que los demás”, escupe un
personaje de la primera de las dos novelas, un ejercicio tan juvenil como
personal, en el que la distancia se le queda un poco larga a una escritora que
todavía estaba en ciernes. Cabe preguntarse, tras su lectura, si no le hubiera
convenido una mayor concentración para conseguir que esta novela ganara en intensidad
hasta igualar la de sus extraordinarios relatos. Pero son muchas más las
virtudes del texto que sus defectos.
En primer
lugar, el lector se sorprende al toparse con una novela picaresca sin
picaresca. No hay ese tono de malicia ni de lucha por la supervivencia, y sí
muchas toxinas. De hecho, ningún personaje de los que aparecen en el relato, ni
siquiera un secundario, posee un buen corazón. En el interior de todos ellos
reina una neurosis obsesiva y envenenada que en el caso del protagonista, Hazel
Motes, toma forma de una imperiosa necesidad de justicia: que se le reconozca
en la medida en que se lo merece, en la medida en que es digno de su sangre, y
funde con éxito una iglesia sin Cristo, aquél que pidió a sus discípulos que
bebieran el vino, “porque esta es mi sangre”, es decir mi alma, mi vida, dado
que sangre y alma son sinónimos bíblicos. Por eso sangre sabia debería
significar vida sabia, algo imposible en una obra con tanta gente desnortada,
enferma de una psicosis que se mueve al filo de la irrealidad.
La trama es
muy sencilla: un hombre con mucho pasado en sus venas, una historia de la que
no llegamos a saber nada, aterriza en una ciudad nerviosa que le recibe con
extrañamiento. Azotado por la necesidad de expresarse, funda una iglesia y
predica contra viento y marea, a la salida de los cines. Hasta que la
competencia le obliga a pronerse sacar al mister Hyde que lleva dentro y del
que espera librarse a base de mortificaciones físicas. A destacar las
connotaciones de la iglesia, de la espiritualidad que pretende implantar,
solipsista y limitada a la mirada interior, sin fuerzas brutas exteriores a las
que rendir cuentas. Narrado con una prosa tan directa como bien elaborada, en
la que las cosas están sucediendo para denotar mejor la vehemencia que impone
este género, el realismo grotesco, Sangre
sabia es una reflexión sobre el bien y el mal y el contrapunto de ambos: la
nada. Una novela sobre la vida complicada o imposible reflejada en el diálogo
de sordos con que se torturan los personajes. Una experiencia tormentosa acerca
de la textura del alma.
Más compleja
resulta la segunda novela, Los violentos
lo arrebatan, una experiencia literaria a la estela de William Faulkner,
del que hereda ese estilo que no termina de leerse nunca. Dotada, ahora sí, de
una descomunal fuerza expresiva, la novela habla de obsesiones y almas oscuras,
de odiadores y de la opresión de los estigmas. A través, nuevamente, de la
sangre como reflejo de la herencia, tanto la genética como la que resulta fruto
de la educación, O’Connor vuela al interior de sus personajes, a su cabeza y a
su alma, a sus sentimientos de ira desproporcionada y fantástica. La prosa es
más compleja porque el análisis de la condición humana es más complejo. Aunque
siempre centrado en los rincones oscuros, en la enajenación, en el miedo a
perder la cordura, en la religión experimentada como una forma de tormento,
como una escayola en las articulaciones. De hecho, aquí la muerte de un
familiar, un viejo adivino, sigue acosando desde el otro lado de la tumba al
sobrino designado como iluminado: “El profeta en que convertiré a este niño te
quemará los ojos hasta dejarlos limpios”.
“Tú me
sacaste del mundo real y permanecí fuera de él hasta que ya no supe
distinguirlo del otro. Me contagiaste tus estúpidas esperanzas, tu insensata
violencia. No siempre soy yo mismo”, dice en algún momento el sobrino, en su
pugna interior por sacudirse esa maldición que va y vuelve. De ahí que la
estructura del relato no sea tan lineal, tan sujeta al dios Cronos, como la de
la novela anterior. Porque aquí, en esta obra maestra, rigen, también, los caprichos y los descaros
de la memoria, entre tantas convicciones locas, algunas de las cuales caen en
el vértigo del horror, y hasta en el intento de asesinato. Una novela magistral,
con un punto exacto de claustrofobia, para no salir de ella en un buen rato.
Fuente: Quimera
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