miércoles, 15 de noviembre de 2017

LA LEY DEL SILENCIO

La ley del silencio
Budd Schulberg
Traducción de Marcelo Cohen
Acantilado
Barcelona, 2011
395 páginas

La dignidad y la conciencia



Al igual que la famosa película dirigida por Elia Kazan, con guión del propio Budd Schulberg (Nueva York, 1914-2009), esta es una narración sobre la dignidad de la conciencia, o sobre la conciencia de la dignidad. Se presenta, por primera vez, la novela que surgió con posterioridad a la película, y en cuya valoración conviene mantenerse al margen del debate que generó la obra original, todo aquello sobre la inflación o deflación ideológica que padecieron Schulberg y Kazan tras sus declaraciones ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Más arduo resulta eludir la comparación con la película, cuyas imágenes acuden constantemente a la cabeza del lector, debido a la fidelidad con que se sigue el relato. Y, en buena medida, da la impresión de que Schulberg escribiera la novela pensando en cauterizar las regiones de la película más elaboradas de cara a la galería, las trampas maniqueas y efectistas que la salpican. Ahora bien, ser capaz de introducir esas trampas y que no se note, es uno de los grandes retos del cine, que Kazan superó con notable. Una de ellas, la puesta en escena, aquí es sustituida por la digresión, reflejando así el ambiente físico y moral a través de descripciones o monólogos interiores. Así se construye ese lugar maldito, ese puerto que es el trastero de la una ciudad enferma, el estercolero humano de una civilización podrida, donde se han gestado unas leyes propias tiránicas y absurdas, una comunidad donde no hay tabú más fuerte que el silencio.
Se mantiene el espíritu naturalista en la investigación, reconocido por el propio Schulberg en una introducción que no conviene perderse, en la que confronta los dos lenguajes narrativos: el cinematográfico y el literario. Pero el resultado se encuentra más próximo a Steinbeck que a Zola. Del segundo hereda a ese tipo de narrador que está inmerso en los sucesos, que cuenta desde dentro, un testigo curiosamente omnisciente que es parte de ellos, del coro de protagonistas. De Steinbeck toma prestada la atmósfera del trabajador oprimido, el sentido de la justicia vinculado a la servidumbre al mal y una voz que nos resulta familiar. Por otro lado, Schulberg no renuncia a la escuela americana de escritura, esa que enseña a no esquivar los arquetipos cuando son necesarios y facilitan la comunicación de ideas. De ahí la presencia de caracteres como el de la bonhomía rebelde, la crueldad egoísta o la identificación de salvar la dignidad con salir del fango. Y de ahí que se conserve uno de los reparos que se le puede poner a la película, que es la elaboración incompleta del mal. Los villanos de la novela han sufrido una infancia tan terrible como los protagonistas, pero han elegido la infamia por una suerte de defecto genético, ya que no termina de explicarse ninguna otra razón.
Donde sí mantiene el tipo Schulberg, superando con creces a la película, es en el duelo entre los protagonistas, Terry Malloy y el padre Barry, personajes marcados pero en constante evolución. No siguen un renglón moral fijo, aunque ambos están convencidos de poseer unos principios que garantizan la salvación terrenal o divina, como lo demuestra la evolución de los personajes: salen de cada capítulo siendo unos seres distintos a los que entraron, distintos y mejores. Terry convirtiéndose poco a poco en un héroe, descubriendo la dignidad de la conciencia, y el padre Barry, que aquí cobra tanto protagonismo como Terry, resolviendo su debate interno entre la piedad y la teología de la liberación a favor de esta última, es decir, se decanta por la conciencia de la dignidad. En ambos el debate no se hace sin sufrimiento personal, y sin que se vean afectados los seres que les rodean. La moraleja, más presente en la película que en la novela dado que Schulberg acierta al cambiar el final, peca de exceso de sentimentalismo. Lo cual no empaña una narración estupenda, fiel a un trozo de realidad, de cuya lectura uno sale preguntándose si eso es suficiente como para considerarla fiel a un trozo de vida. Dado que la vida no es una roca, la conclusión debería ser que sí.



Fuente: Quimera

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