Apuntes sobre el suicidio
Simon
Critchley
Traducción
de Albert Fuentes
Alpha
Decay
Barcelona,
2016
110
páginas
“Navegar
es necesario, vivir no es necesario”
Para
la mayoría de las personas, cínicos de barra de bar, no hay problema que no se
solucione con una doble ración de whiskey. Engreídos, ante cualquier
circunstancia tienden a alzar los hombros indicando que con dejar que pase el
tiempo lo que sea que se haya torcido volverá a su cauce. Pero cualquiera con
medio dedo de frente dudaría antes de certificar que el whiskey es razón
suficiente para justificar una vida. Aunque tal vez no baste el whiskey, sí
sobrarán pequeños milagros cotidianos, desde el aroma de canela y las fresas
con nata al beso de un niño o el sol de invierno, o el mar y las olas. Esa es
la conclusión a la que llega Simon Critchley (Nueva York, 1960) en este breve
ensayo que cabe colocar en la estantería junto a los mejores apuntes sobre el
suicidio, a saber: El mito de Sísifo,
Levantar la mano sobre uno mismo o algunos aforismos de Cioran que
acompañarán a Camus y a Jean Améry. Y para llegar a esa conclusión, lo primero
que hace, su decisión más significativa, es aislarse en una casa con vistas al
océano para escribir este libro. El libro es una experiencia circular que va de
lo vivido a lo vivido.
Aunque
la mayor parte del aparato lógico es conceptual. Critchley comienza enunciando
las ciencias que han influido en nuestra relación con el suicidio –la moral, la
psiquiatría, la lingüística, la sociología- y sus expectativas personales antes
de comenzar la investigación. Estas tienen que ver con los límites de lo que
uno puede soportar, unos límites que debemos comprender de manera empática, compasiva,
recurriendo a la introspección. Pues en los asuntos que conciernen a la muerte
no tiene más valor el parecer de un catedrático que el de los labradores. Al
fin y al cabo, nada hay más universal. Eso sugiere antes de hacer que resuenen
las fuentes religiosas, monoteístas, que maldicen la muerte voluntaria.
Critchley comienza aquí un juego de paradojas, aporías y razonamientos sobre la
soberanía y la libertad, el amor y la donación, exponiendo contradicciones en
un juego intelectual de un profundo ingenio. Baste como ejemplo el que él
expone: el mismo Jesucristo eligió la muerte y es la figura más importante de
una de las religiones con más seguidores.
Pero
no existen únicamente argumentos religiosos. Critchley da un buen repaso a ese ser compartido que es cada una de
nuestras existencias, valorando que cada relación humana es una libertad, no
una atadura. Por tanto, lo que tenga que ver con el derecho a la vida concierne
a la comunidad, que sustituye a Dios
en este capítulo. Critchley llega a preguntarse si la comunidad llegaría, en
algún caso, a tener derecho a decidir sobre la vida de cada uno de los que la
componen.
Y
así llega a la parte más interesante, por ser la más propia, la más original,
que consiste en reflexionar sobre el suicidio a partir de las notas de
suicidio. Sin concluir nada con certeza, expone cómo conviven en la muerte la
depresión y el exhibicionismo, en frases que magnifican la autocompasión o la
superioridad moral o la venganza. Aunque escasos, da cuenta de testimonios de
lucidez. Aunque sólo fuera por descubrir dichos testimonios merece la pena leer
este libro sobre esas sensaciones que acompañan a los suicidas y que no se
fabrican fuera del corazón humano. Lo cual lleva a la intuición de que es el
suicidio lo que nos distingue de lo no humano: a su juicio, además del terror
hay en el suicidio “una belleza extrañamente compulsiva”. Hay que ser muy
valiente para adjetivar así esa grave realidad. Hay que ser un maestro, un
artista de las depresiones, un perito de la condición humana.
Fuente: Quimera
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