Manual para mujeres de
limpieza
Lucia
Berlin
Traducción
de Eugenia Vázquez Nacarino
Alfaguara
Madrid,
2016
429
páginas
Exagerar
y mentir
En
uno de los relatos seleccionados para recuperar y presentar a Lucia Berlin
(Alaska, 1936 – California, 2004) la narradora dicta: “Exagero mucho, y a
menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho, nunca miento”. A la
hora de la verdad, esta definición que el alter ego de Berlin suelta para
justificar la crudeza del relato, es el propósito de casi cualquier proyecto
literario. Pero el propósito no es lo mismo que el resultado. De hecho, si
tomamos el rábano por las hojas, lo que importa es la coda final de la frase:
la sinceridad. Se trata de escribir no ya con la razón, con las ideas, con la
lógica, con los recursos verbales, con los juegos literarios. Para que la
literatura sepa a sí misma, debe ser transparente, sincera. Es imposible
imagina a Faulkner intentando escribir con la prosa y las estructuras de
Stendhal, por poner un ejemplo clarificador. Y, sin embargo, los dos suenan
igual de sinceros. Ese es el punto fuerte de Lucia Berlin. No le importa,
incluso, repetirse o repetir secuencias y escenas en diferentes relatos. Lo que
le importa es lo que sale de las tripas, aunque sea mentira, será su verdad. Y
la verdad es algo inaprensible porque, precisamente, mezcla realidad y ficción,
mezcla lo que nos entra por los sentidos con el pegamento que lo ensambla,
nutrido de esa parte narrativa que todos llevamos dentro. Que es, por otra
parte, la que da coherencia.
Queda,
pues, saber si Lucia Berlin exagera mucho. Y la respuesta es que esa sí es una
licencia que se permite para, precisamente, poder permitirse cualquier
licencia. Es cierto que los casos que llega a presentar, durísimos, llenos de
violencia y desgarro, de drogas y las llagas de la muerte, pueden parecer una
exageración. Casi nadie ha vivido el asesinato de un bebé por su madre. Parece
una exageración, pero existen casos. Y eso es solo una minúscula parte del relato.
Porque de haber exageración en algún sentido, es en la sensación de acumulación
que transmite al narrar. No hay espacio entre los átomos. Excepto en dos o tres
casos, no da tiempo a sentir que respiramos mientras leemos a Lucia Berlin. El
efecto es el de estar inmerso en un mundo lleno de sucesos y detalles, de
imágenes y actos que no suman un todo coherente. Porque sus relatos no son
redondos, al igual que no es redonda la realidad. La ficción que aporta no
apunta ni siquiera a un relato con un principio, un desarrollo y un final. Con
frecuencia, Berlin recorta un trozo de vida por aquí y por allá, solo para
darle una extensión concreta a la historia. Nos muestra trozos de vidas más
allá de la nuestra, de alcohólicos sin romanticismo, de gente del abismo o
niños pijos que no conocen el honor. Y todo ello extraído de su propia
experiencia vital: Berlin vivó en México y en las fronteras, en Chile y en la
ruta 66, en Nueva York y en las salas de urgencia de los hospitales. Perteneció
casi a la oligarquía durante los años de la horca en Chile, y también conoció
el binomio inseparable de la soledad y el alcohol.
Nada
de su vida al límite la impidió seguir remitiéndose, una y otra vez, a ser
sincera, a contar su verdad. Destacan, sí, las extremas heridas de los pobres,
pero también la miseria moral de los ricos. Pues Berlin muestra,
constantemente, un ávido interés por un mundo que no le gusta. Y utiliza la
literatura como forma de conocer el mundo, de ir colocando piezas, inquieta,
hasta erizar el espinazo, por la imposibilidad de comprender el mundo, el
absurdo rompecabezas que no encaja. Que no encajará jamás. Del que ella nos
señala las huellas trazadas en carne viva sobre los caminos de algunos de los
que pisamos el planeta. Lo que uno realmente desea una vez que cierra este
volumen, es largarse a vivir a otra realidad, más allá de nuestra galaxia, a
ser posible.
Fuente: Revista de letras
No hay comentarios:
Publicar un comentario