viernes, 24 de noviembre de 2017

¡DESPERTAD, OH JÓVENES DE LA NUEVA ERA!

¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era!
Kenzaburo Oé
Traducción de Ricardo Ogata
Seix Barral
Barcelona, 2005
304 páginas
18 euros

El mundo hecho literatura

“Por entonces mi esposa se sentía deprimida, y replicó que ella y otros padres de niños disminuidos sólo tenían una cosa en mente allá donde estuvieran (…), a saber, vivir aunque solo fuera un día más que sus hijos para poder cuidar de ellos siempre”.
Cuando se divulgó la noticia del galardón del Premio Nobel de literatura 1994, apenas cupo ningún comentario, en este país, al margen de la mención de la única novela de Kenzaburo Oé traducida al castellano por entonces, Una cuestión personal, que versaba sobre la minusvalía de uno de los hijos del escritor japonés. Aunque aquella obra tomara como referencia cierta tristeza, un dichoso malestar de vivir, demasiadas divergencias con la autobiografía de Oé, que se iba revelando poco a poco, la definían como una obra de ficción, es decir, como una novela. Esta de título tan extraño, ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era!, sacado de un verso de Blake, que tiene como nexo con la otra la discapacidad del hijo, parte, sin embargo, de una tesitura tan contundente como la que expresa la mujer del escritor K, narrador de la obra y presunto sosias del autor, en la cita que abre esta reseña. Estamos, por tanto, frente a una obra compleja, de difícil catalogación, uno de esos libros tan complicados de evaluar como emocionantes de leer.
¿Qué será de este Eeyore, casi el único personaje de la obra que no es designado por la inicial de su apellido, cuando sus padres no estén? A punto de cumplir los veinte años, pero con el cerebro de un niño de preescolar debido a las secuelas de la amputación del segundo cerebro con que nació, los padres ven al muchacho como un ser indefenso para maniobrar por el mundo. Y ellos, que ya han superado los cuarenta, comienzan a tener noción de algo que llamaríamos muerte de no ser porque ausencia es un concepto más preciso. Entonces este Yo, el narrador con el que nos resulta tan sencillo comulgar desde la primera página, comienza a plantearse que para facilitar la tarea a su hijo, deberá comenzar por aclararle cosas de la existencia. Y así, cada capítulo del libro gira y se dilata en torno a una definición emocional, que bien puede ser la del pie del padre, o bien las de muerte o imaginación. Estas definiciones van acompañadas de imágenes concretas, de escenas emocionales, narradas con una destreza magistral, la que combina la limpieza expresiva con la sensibilidad más seductora y alejada del sentimentalismo que mata lo que pretende. Al mismo tiempo, el narrador nos habla de su literatura, o de lo que es literatura para él, a través del análisis de sus obras (las del propio Kenzaburo Oé), explicando en qué capítulo autobiográfico se basó para crear tal o cual experiencia transmitida en sus novelas, y, sobre todo, a través del estudio de William Blake, de la poesía del visionario, que no ha cesado de leer en casi treinta años, y a la que es capaz de encontrar, en cada revisión, nuevos matices, nuevas interpretaciones referidas a lo que de verdad importa, que son las relaciones de un padre con su hijo, las relaciones de un padre con el mundo y las relaciones de un hijo con el mundo.
La narración, como no podía ser de otra manera, es reflexiva, una reflexión donde todo, excepto Eeyore y la poesía de Blake, es telón de fondo. ¿Qué será, entonces, lo que tengan en común estos dos pilares sobre los que se asiente esta gran obra? Posiblemente, el tratamiento del destino. “En estos tiempos no está claro si es mejor haber nacido o no haber nacido”, le comenta un amigo junto al que trata de descifrar las razones de la vida para construir algo de consuelo, algo con lo que compensar esa mente de algún modo nublada (en palabras del narrador) del muchacho, para que pueda afrontar, con sosiego y entereza, lo que le queda de vida, algo que empezará, como se indica en un esperanzador final, por definirse a uno mismo.


Fuente: Tribuna/Culturas

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