De viaje
Virginia Woolf
Traducción de Patricia
Díaz Pereda
Nórdica
Madrid, 2023
297 páginas
Guardar piedras en los
bolsillos y luego sumergirse en el río. De todas las modalidades de suicidio,
Virginia Woolf (Londres, 1882 – Sussex, 1941) eligió la que pretendía integrarla
en una de las formas más puras de naturaleza: disolverse en agua dulce. No
puede ser casualidad. Ya a los veinte años apuntaba, con toda la sensibilidad que
caracterizaría siempre su escritura: «La simple cima de una colina me
hubiera complacido más que todos los recintos y catedrales de Inglaterra». De su país natal lo que prefería era la campiña, por la que
pasaba el río, que le ofrecía una armonía por la que merece la pena pasear la
mirada, un ambiente en el que sentirse digno, entero, juzgando que los árboles
son mejores que la gente, un lugar en el que no le importa perderse, porque siempre
existirá una experiencia estética de fondo. Ese sustrato, que no parece tanto
una intención como el reconocimiento de las propias debilidades, será el que se
imponga a lo largo de la lectura de esta recopilación de textos de viaje. Se
trata de fragmentos de diarios y de literatura epistolar, ordenado todo de
manera cronológica, en el que nuestra autora habla sobre sus desplazamientos dentro
de Gran Bretaña, hacia Irlanda y, en los párrafos donde resulta más enamorada,
por la piel de España, Italia, Grecia o Francia. También alcanza rincones de
Alemania y Austria. Pero será en los países mediterráneos donde Woolf se
encuentre mejor, donde respire con intensidad, donde maldiga, en buena medida, esa
necesidad de cuna que parece imponernos el haber nacido en un territorio y que
nos obliga a volver. De hecho, aunque en ningún momento se habla del regreso,
ese parece ser el verdadero tema del libro, lamentar que a uno no le resulta
tan sencillo elegir dónde vivir. Esas deudas acumuladas con lo que llamamos
raíces, tal vez terminen por ser las piedras con que se sumergió en el río al
final de su vida.
Pero lo que sí permanece,
para siempre, será esta lección de cómo podemos desarrollar un pensamiento a través
de la mirada, un pensamiento que sería crítico de no ser sensible. Posiblemente
lo que uno tiene delante no sea lo que ha escogido, pero sí puede seleccionar
lo que le interesa e indagar en su parte más sensible para ver qué es lo que le
emociona y por qué. Y a partir de ahí reconocer lo que le sugiere. Woolf no
interacciona, Woolf es testigo, se relaciona con lo inmediato a través de los
sentidos y estos operan en una sola dirección, que es hacia dentro. Nos da una
lección de respeto mientras intenta definir sentimientos con sus descripciones.
«Viajar me llena de desasosiego. Quiero ver el siguiente lugar», confiesa, en una paradoja que no es incómoda y que reduce
el ansia de salir a un lugar extranjero a una definición sencilla. En realidad,
lo que busca es el asombro, el encanto, lo que no se puede explicar y que por
eso mismo motiva a intentarlo. Es una mujer en aprendizaje que busca sitios
afortunados, busca lo sutil, la felicidad apolínea, que reniega de la
resignación: «Me gustaría trasladar mi vida aquí. No quiero volver a las
comidas con carne, a los criados y los teléfonos. Pero mi francés no es lo suficientemente
bueno para la comunicación humana, así que una se marchita en las fuentes de su
ser y debe regresar».
Leyendo este hermoso
libro, que comienza siendo un libro adolescente, uno se pregunta a qué lugares
del planeta viajaría hoy Virginia Woolf: ¿los mercados de África? ¿Las aldeas
de las montañas del Himalaya y los Andes? ¿Las rutas de camellos en los
desiertos? En cualquier caso, volver seguiría siendo un fastidio, y no parece
que estemos haciendo otra cosa a lo largo de nuestra vida.
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