Una vida posible
José Alejandro Adamuz
Menguantes
León, 2023
238 páginas
Lo que comienza con el
aspecto de un libro de viajes en el que el autor va a presumir de un largo
recorrido de dos años por América Latina, termina por ser una revisión de la
melancolía. El verdadero asunto que provoca que José Alejandro Adamuz (Olesa de
Montserrat, 1976) revisite sus apuntes de aquel viaje no es tanto mostrarnos de
lo que somos capaces como rendir cuentas con la memoria. De hecho, Una vida posible
es un libro escrito con el afán de asegurar la memoria, de garantizarse que
todo aquello ocurrió. En ese sentido es un proyecto muy personal, pero que el
autor quiere compartir porque no tiene sentido no intentar predicar que existen
otras formas de vivir en un planeta en el que se elogia tanto el sentido común,
que es una mera convención social a la que cabría calificar como hortera con
demasiada frecuencia.
Empezaremos confiando en
que se nos llenará el tiempo de lectura con anécdotas y estampas de viaje, y
terminaremos comprobando que la desolación y el deleite pueden expresarse a la
ver en un mismo rostro. Siempre hay un punto de celebración en la melancolía,
que aquí pasa a un primer plano en ocasiones, como cuando se detiene a
enumerar: «Niños que salen de la nada, mochileros con guitarra y ukelele
a cuestas, taxistas a la caza de clientes, pedigüeños, borrachos, locos,
familias que dejaron su casa, contrabandistas de artículos de primera necesidad
que después venden en los mercadillos fronterizos, policías que se hacen los
despistados, perras famélicas con las ubres arrastradas de tanto parir y
amamantar camadas entre el polvo…». Y coexiste con esa memoria, y el
lamento porque lo vivido sea memoria, una cierta sacralización del viaje que «abre los sentidos y el mundo se aprehende a través del cuerpo», que va abandonándose a medida que uno se
adentra en estos párrafos. Adamuz sabe que a los melancólicos hay que
escucharlos, pero no hacerles demasiado caso. De ahí que a medida que avancemos
el libro pase a ser también de otros autores, en este caso unos viajeros por
los que no podremos jamás dejar de sentir cariño: Pigafetta, Darwin, Humboldt,
Chatwin, W.H. Hudson.
Sucede que este libro no sólo muestra el afán
por caminar, sino también por leer. En ocasiones incluso por leer demasiado o,
para ser más exactos, por mostrar demasiado que hemos leído. Lo cual, por otra
parte, sigue siendo un estímulo para llevar a cabo una de las actividades más
sencillas y satisfactorias que conocemos. Viajar, leer, vivir, todo ello para
intentar dar un sentido a una existencia que tal vez no debería tenerla, que
nos muestra la inutilidad constantemente y que Adamuz expresa con acierto en
una pregunta: «¿Es esto la felicidad o hay que seguir aún más lejos?». Volvemos
a la búsqueda de la felicidad, que es un tema muy vinculado a la memoria y a la
melancolía, pues alguna vez hemos sido felices o recordamos haber sido felices.
Adamuz construye el libro en breves capítulos,
en apuntes elaborados como se elabora un aforismo o un epigrama. Iniciamos el
recorrido sintiendo envidia por ese proyecto que realizó alguien que acababa de
abandonar su trabajo en la construcción, que tal vez sea el antónimo del viaje,
pero terminamos dándonos cuenta de lo importante que es el respeto: Adamuz
escribe no sólo para representar la memoria propia y decantar aquello que merece
la pena de entre los recuerdos, sino como si la tierra, el mismísimo planeta,
tuviera también memoria, guardara recuerdos de quienes habitaron sobre ella y
la convirtieron en un lugar mejor, en un sitio acogedor, y por tanto allí donde
morar se convierte en una acción que merece la pena experimentar.
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