Carreteras
azules
William Least Heat-Moon
Traducción
de Gemma Deza Guil
Capitán
Swing
Madrid,
2018
615
páginas
Desde
la partida de su lugar de origen, que como casi todo en Estados Unidos es el
centro de la nada, William Least Heat-Moon (Kansas City, 1939) construye un
libro de viajes depuradísimo, en el que todo lo que sucede lo vive para ser
transformado en narración. Que le acompañe la lluvia en los primeros kilómetros
no es casualidad. O si lo es, coincide plenamente con el valor simbólico que
adjudicamos a la lluvia a la hora de despedirse, de huir, de bautizarse, de renovar,
de limpiar o de deprimirse. Porque por todo ello atraviesa Heat-Moon para
necesitar este viaje que se inventa, a bordo de una furgoneta, por carreteras
secundarias, recorriendo el borde del país. Es inevitable referirse a Viajes con Charley, de John Steinbeck,
como hace el propio autor y alguno de los personajes que se encuentra. El espíritu
de ambos libros comparte muchos anclajes: transformar a las personas en
personajes y mostrarles un respeto afectuoso, pero incidir en aquellos puntos
en que no nos gusta mucho reconocernos, que son los que les garantizan su
pervivencia literaria. O la curiosidad infinita: “¿Las cosas nuevas generan
nuevas maneras de mirar?”, se pregunta Heat-Moon. Y para que ello sea posible,
predica con la austeridad. Viaja con lo imprescindible, no carga equipaje, que
es la forma de desprenderse de prejuicios. Algo necesario cuando uno va a
intentar hacer un patchwork de su
propio país.
Debemos
avisar que aunque el libro llegue ahora a España, su publicación y el viaje
tuvieron lugar en los años ochenta. Es una época de cambios, como todas, pero
en la que Estados Unidos iba a la vanguardia de la transformación global a la
baja. Es decir, según Heat-Moon, todo el planeta estaba en trance de perder lo
local para transfigurar su cara en un compendio de franquicias. Es a esos
restos de lo local a los que acude, lo que busca en las carreteras azules,
algunas de ellas repletas de baches y que terminan en punto muerto. En ese
sentido, hay algo del buen reaccionario, el que lamenta la pérdida de un modo
de vida que tenía algo especial: entonces se recogían a los autoestopistas sin
miedo y la gente pobre te invitaba a compartir su cena. Esa es la esencia cuya
pérdida denuncia y de la que tiene la suerte de disfrutar. A pesar de lo
pintoresco de algunos de los tipos con los que comparte viaje: un volador en
ala delta, un veterano piloto de Vietnam, un iluminado, un fanático
proamericano, una adolescente que huye de un padre maltratador, inmigrantes de
segunda generación que recuerdan la pobreza, pescadores rudísimos o ancianas
memoriosas. A cualquiera de ellos le permite que se exprese con una libertad
que uno solo encuentra en los amigos íntimos y en los ocasionales.
Mientras
tanto, Heat-Moon lee lo que ve. Las descripciones de los parajes son uno de sus
puntos fuertes. Sirven para que la continuidad narrativa no desfallezca entre
punto y punto de parada, donde encuentra a un pueblo cerrado sobre sí mismo, paradójicamente
chauvinista a la par que acogedor. Es un país de anfitriones buenos, en el buen
sentido de la palabra bueno. Se aloja con monjes trapenses o convive con el
racismo tan arraigado en el sur, y en todas las ocasiones se pregunta qué hay
dentro de los otros que no hay dentro de él. Es un viajero que nos invita a
acompañarle a un viaje muy especial, a una travesía en la que busca no se sabe
qué, pero que es algo que le falta y desea integrar. Heat-Moon es una persona,
pues, que vive para dentro, de ahí que sienta tanto que le falta algo. En su
paso por el desierto, donde reconoce algo tan indefinido como místico, lo
expresa mejor que en ningún otro lugar. Lo más inhumano resulta ser lo más
magnético. El sentido de paso del tiempo es diferente al de las ciudades y
admira todo lo mexicano que pervive allí, en la frontera, donde la gente no se
amarra a la autocompasión, como sucede entre los habitantes de las neuróticas
ciudades, que esquiva por cualquier costado.
Y
no deja de reconocer el silencio de lo que una vez hubo allí donde para. Es
pequeña la parte del libro en la que desarrolla una labor documental, pero
busca en el pasado la explicación de lo que le parece reconocer. Para ello se
sirve, por otra parte, de un libro interminable como es Hojas de hierba. Withman como maestro condiciona su mirada, sí, por
suerte para nosotros. Heat-Moon no pretende que su libro sea poético, solo que
lo sea el referente. El relato es narración pura. Y las dudas siguen y seguirán
quedando en el aire. Porque este viaje, que leemos casi de una sentada a pesar
de las seiscientas páginas, pretende responder a la pregunta de si tiene
sentido intentar darle sentido a lo que sencillamente es. Así pues, se puede
ser existencialista y a la vez formar parte de la gente normal, no escribir
para tratar de transformar el mundo. Ese es el gran mérito de esta obra. Y es
mucho.
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