Necesitamos nombres nuevos
Noviolet
Bulawayo
Traducción
de Sonia Tapia
Salamandra
Barcelona,
2018
250
páginas
Una
barriada de Harare, capital de Zimbabue, y Detroit y luego ese corazón de
Estados Unidos donde se cocina el maíz que no sabe a nada pero engorda mucho.
Sí, necesitamos nombres nuevos. Porque un nombre no es una mera sucesión de
letras, es un concepto, es un apunte de un trozo de realidad, en un pedazo de
mundo, y ninguno de los dos son lugares donde merezca la pena vivir. A pesar de
ello, Noviolet Bulawayo (Zimbabue, 1981) parece echar de menos la miseria. Algo
que no debe llevarnos a engaño. No se trata de malvivir y de sentirlo como
forma de sinceridad, sino de la infancia. Eso es lo que dejará atrás cuando
pase la mitad de la novela y comience la pubertad, la adolescencia y el camino
hacia ser adulto que se narra en la segunda parte de la obra. En la primera,
nos encontramos frente a dos nombres que no deberían coexistir: infancia y
desesperación. El mundo de los niños pobres que dibuja es el de aquellos que no
pueden permitirse derrochar una caloría en otra cosa que no sea salir adelante,
ni siquiera en molestarse en intentar comprender falsos consuelos, como los que
les ofrece la iglesia, la religión, que será una abstracción incomprensible.
La
niña protagonista vive en un chamizo, con el hueco de un padre que las abandonó
y bajo el sol. El sol que estará siempre presente, en cada una de las primeras
páginas de la obra. Mientras se relata la vida de un grupo de niños, se nos
acerca a la realidad africana, a la explotación por parte de multinacionales
chinas, que están comprando el continente, por ejemplo. O a la farsa de las
Organizaciones No Gubernamentales, a quienes solo les interesa la foto,
retratadas como parte de la pose del mundo desarrollado. También se sumerge en
las revueltas populares, en la violencia de los coletazos de la colonización o
en la muerte. Y junto a la muerte en el SIDA, todo ello prohibido a la mirada
de los niños, quienes solo pueden ver los entierros desde la distancia y son
incapaces de entender nada.
De
ahí pasaremos, sin cortapisas, a Detroit, la ciudad decadente, y luego al interior
de Estados Unidos. A los campos de maíz y a los hombres y mujeres de una
obesidad obscena. Un mundo supuestamente desarrollado que nuestra niña sigue
sin comprender y del que habla con extrañamiento. Se mencionan las cosas
horribles que los inmigrantes deben hacer para legalizar su situación, como
bodas grotescas, al tiempo que se lamenta la pérdida de los sabores en las
comidas y las bebidas. Eso son nombres nuevos que necesitaría que fueran
diferentes: lo que ve, lo que escucha y la gente. Durante su primera etapa en
Estados Unidos compara las dos formas costumbristas de vivir: su barrio pobre
africano, su comunidad rica americana, con niños consentidos, la televisión por
profesor, las películas porno y el anhelo de romper las reglas sociales. La voz
que nos ha ido acompañando desde la infancia hasta esa etapa, a punto de entrar
en la mayoría de edad, se pega a la realidad y al sentimiento del narrador como
una segunda piel. Es ahí donde demuestra su talento Bulawayo. Porque lo que
viene a continuación será demasiado descarnado: la nueva esclavitud, que apenas
se diferencia de aquella a la que se sometieron los recolectores de algodón
hace doscientos años. La desolación, los grilletes y el continente común de la
pérdida son otra forma de soledad, algo imposible de compartir pues quien puede
entenderte apenas puede sostenerse sobre sus propios pies, mientras sufre una
explotación idéntica. Este realismo social no es nuevo en la literatura, pero
sigue siendo constante. Y no está de sobra incidir en él hasta que consigamos
derrotarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario