La memoria es un laberinto, una cebolla con sus innumerables capas, una mentira en la que nos creemos ser dueños de certezas, un conflicto en el que a nadie le faltan razones, una guerra en la que se igualan los muertos, un sitio en el que lo único que nos unifica es que todos, cada uno a su manera, rezamos un responso. Y rezar es el único verbo del que nadie sale malherido. Hay mucho de responso en esta obra en que la conclusión a la que uno llega en algún momento, a lo largo de la lectura, la expone el propio Stefan Hertmans (1951) cuando dice:
“Acabé comprendiendo que mi abuelo había sido el loco de corazón puro, el inocentón que se había hecho acreedor de mi admiración porque no conocía el egoísmo ni la vanidad o la autocomplacencia, solo aquel servilismo suyo, que para él era algo natural, lo cual lo convertía al mismo tiempo en un héroe y un simplón de intenciones nobles. Cuando comprendí esto (…), comprendí que apenas entendía nada”.
Este podría ser el grado máximo de sabiduría, la duda, la incertidumbre de la corriente de los días, y conseguir aceptar esta incertidumbre, una virtud en la que está puesta todo el empeño de esta obra. Hertman reproduce la vida de su abuelo y con ella la de su entorno a lo largo del siglo XX, sobre todo de los primeros años del siglo XX, hasta que lo quebró la Primera Guerra Mundial. El estilo nos resulta familiar, nos recuerda a Sebald, por ejemplo. Pero lo que en Sebald es un trabajo peripatético, sin que esto quiera decir nada malo, pues no son otras sus intenciones que las de hacer llorar, en Hertman es sinceridad. Sebald oculta cierto cinismo, cierto grado de superioridad moral, cierto complejo, del que Hertman apenas rescata ese tono de crepúsculo trasladado al pasado. De esa manera gesta una paradoja, pues el pasado debería ser amanecer. Pero será esa intención manifiesta de engañarse a uno mismo, dictando que en el pasado la vida era más humana, la que le lleve a la búsqueda de la paz, o de algo parecido a la paz interior. Para ello se vale de la figura de su abuelo y el libro toma un matiz íntimo tanto en lo biográfico como en el retrato social. Es un adagio.
Hasta que se da de bruces con el horror de la Primera Guerra Mundial. La reproducción sórdida que hace de la misma nos resulta un tanto conocida: las trincheras, el barro, las mutilaciones, las ráfagas de metralleta, los muertos uno a uno, la pérdida de cualquier sentido de la ética a favor de la supervivencia animal. Incluso la religión, que había estado presente con anterioridad, se hace a un lado. Solo algún dibujo hecho con el carbón de una hoguera le recuerda que hay algo humano en el interior de su abuelo o en su interior, pues esta parte del libro está narrada en primera persona, desde el punto de vista del abuelo soldado.La presencia de enfermedades de pulmón que matan a seres queridos, nos remite al romanticismo. Pero Hertman describe con sosiego hasta los aspectos crueles, hasta lo desagradable, y en realidad halla mucho de desagradable condicionando la vida. Rescata del olvido colectivo todo lo que puede para experimentarlo como nuevo a través de la literatura. Ese olvido colectivo tiende a apartar los fragmentos más aciagos, que él los trae a manera de descubrimiento. La forma de compensarlo es el arte. La pintura y el dibujo, a los que su abuelo se consagra sobre todo en los momentos en los que necesita ser rescatado, pero no hay nadie allí para salvarle. Así va sorteando la reproducción de los primeros años de vida de su abuelo, de la que apenas dispone de datos como para completar una novela, por lo que se topa con muchas preguntas. Y Hertman vive las preguntas como si fueran abismos. Pero se empeña en acompañar a sus antepasados como si allí él hallara una alegoría de su propia vida. Crea hipótesis sobre la belleza triste y sale a buscar l que tiene que quedar.
El mayor valor de estas páginas es la deconstrucción de una persona que tendrá que volver a levantarse. La inocencia debió haberla perdido, claro. Y como a tantos otros, ese paso de la adolescencia al mundo adulto se les arrebató durante las batallas y el sufrimiento. Siente que hay una pérdida, pero no llega a expresar en qué consiste. Sí la cura a través del amor y luego de la compañía, porque a la muerte de la chica de la que está enamorado seguirá el matrimonio para no quedarse solo. Esta parte de la historia está ya documentada, sí, pero a pesar de todo Hertman tiende a buscar una explicación psicológica en cada gesto y por encima de todo en cada una de las mujeres que marcaron su vida: la madre de su abuelo, la difunta amada, la hermana mayor de esta y su hija, esferas que condicionan tanto, que presionan tanto que busca consuelo en la pintura, donde algo de lo sublime debe de permanecer. O al menos algo de lo bueno que puede tener el ser humano. Esa bondad ingenua y natural es lo que desesperadamente busca a través de cada una de las líneas de este libro un hombre que echa de menos la sencillez en la condición humana.
Fuente: Revista de letras
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