lunes, 24 de marzo de 2025

EL FINO ARTE DE CREAR MONSTRUOS

 

El fino arte de crear monstruos

Silvana Vogt

Hurtado y Ortega

Barcelona, 2025

133 páginas


 


Lo que queda atrás son las ruinas, lo cual quiere decir tanto como el vacío. Entre aquellas piedras un día resonaron voces, por aquellas calles corrían los niños detrás de las lagartijas y en aquella iglesia un cura celebraba la eucaristía con vino peleón antes de que todo el mundo se fuera a comer arroz a la zamorana. De todo eso, lo único que está vivo es lo que sigue habitando nuestra memoria, que es la auténtica fuente de la que mana todo aquello que nos impide sentir que la vida está vacía. En realidad, somos nosotros los que la rellenamos. Esta novela, El fino arte de crear monstruos, no es la primera ocasión en la que un autor trata de acercarse a estos temas, que son muy afectivos, y cabe destacar, antes que nada el acierto de Silvana Vogt (Morteros, 1969) a la hora de resolver la que tal vez sea la tarea más complicada en este tipo de obras: crear una voz que concilie infancia y memoria, y conseguir que esa voz no desfallezca en ningún momento a lo largo del relato.

El pasado puede ser magia, la memoria puede ser magia, pero lo que es magia, seguro, es la infancia. Si la revisitamos, nos daremos cuenta de lo que suponía descubrir cuando uno todavía no estaba colmado de prejuicios. Ni siquiera una niña que nace con un extraño rostro, que es fea, y que eso le generará, en algún momento a lo largo de su vida, impulsos autodestructivos. Su registro no ha sido objetivo, no pretende ser objetivo, sino el de dar testimonio de que una vez conoció uno de esos lugares en los que los habitantes crean, involuntariamente y gracias a cierto aislamiento, sus propias leyes: leyes de convivencia, sí, pero también leyes de crecimiento personal. Cabe destacar que nuestra narradora nos da muestras, aquí y allá, de ser consciente de que uno no aprende si no se equivoca. Pero debería haber un aprendizaje colectivo porque «Morteros estaba rodeado y nosotros estábamos dentro. Éramos náufragos de un pueblo que, a veces, daba toda la impresión de ser culpable».

En algunos de los episodios más significativos que va reseñando la narradora, lo que destaca es el agua: tormentas, pero, sobre todo, inundaciones. El agua debería ayudar a limpiar esa culpa sin objeto, una culpa sin concretar, algo que no debería ser ajeno a cualquier otro lugar, pues aunque Morteros tenga su punto de encanto, también lo tiene de posible. La narradora pasará su personal Bildugsroman en un momento, cuando se ve a merced de una tormenta, y creerá que el pueblo tiene ocasión de limpiarse, como en un bautismo, el día que se inunda sin que caiga agua, como si esta viniera filtrada desde el subsuelo. En Morteros ocurrirán desapariciones, lo cual supone tanto como decir que asistiremos al nacimiento de fantasmas, lo cual implica, a su vez, la aparición del miedo a lo que nos resulta imposible explicar.

Vogt nos lleva por esta geografía sin muchas descripciones del espacio, encadenando personajes, encadenando historias, cuadros, momentos que podrían ser cada uno de ellos un relato independiente, pero que quedan unidos por la voz de la narradora. Esa voz que nos habla de un autor que está escribiendo por impulsos, por necesidad, porque se le imponen las palabras y las imágenes. Una voz que nos recuerda, por ejemplo, a la de Alfanhuí. Hablamos del tipo de voces que nos recuerda que todos deseamos, en muchos momentos, habernos quedado en la inocencia, pero el miedo, la culpa, o el momento en que perdemos la virginidad, nos obligan a ir creciendo.


Fuente: Zenda

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