El
fino arte de crear monstruos
Silvana
Vogt
Hurtado
y Ortega
Barcelona,
2025
133
páginas
Lo
que queda atrás son las ruinas, lo cual quiere decir tanto como el vacío. Entre
aquellas piedras un día resonaron voces, por aquellas calles corrían los niños
detrás de las lagartijas y en aquella iglesia un cura celebraba la eucaristía
con vino peleón antes de que todo el mundo se fuera a comer arroz a la
zamorana. De todo eso, lo único que está vivo es lo que sigue habitando nuestra
memoria, que es la auténtica fuente de la que mana todo aquello que nos impide
sentir que la vida está vacía. En realidad, somos nosotros los que la
rellenamos. Esta novela, El fino arte de crear monstruos, no es la
primera ocasión en la que un autor trata de acercarse a estos temas, que son
muy afectivos, y cabe destacar, antes que nada el acierto de Silvana Vogt
(Morteros, 1969) a la hora de resolver la que tal vez sea la tarea más
complicada en este tipo de obras: crear una voz que concilie infancia y
memoria, y conseguir que esa voz no desfallezca en ningún momento a lo largo
del relato.
El
pasado puede ser magia, la memoria puede ser magia, pero lo que es magia,
seguro, es la infancia. Si la revisitamos, nos daremos cuenta de lo que suponía
descubrir cuando uno todavía no estaba colmado de prejuicios. Ni siquiera una
niña que nace con un extraño rostro, que es fea, y que eso le generará, en
algún momento a lo largo de su vida, impulsos autodestructivos. Su registro no
ha sido objetivo, no pretende ser objetivo, sino el de dar testimonio de que
una vez conoció uno de esos lugares en los que los habitantes crean,
involuntariamente y gracias a cierto aislamiento, sus propias leyes: leyes de
convivencia, sí, pero también leyes de crecimiento personal. Cabe destacar que
nuestra narradora nos da muestras, aquí y allá, de ser consciente de que uno no
aprende si no se equivoca. Pero debería haber un aprendizaje colectivo porque «Morteros
estaba rodeado y nosotros estábamos dentro. Éramos náufragos de un pueblo que,
a veces, daba toda la impresión de ser culpable».
En
algunos de los episodios más significativos que va reseñando la narradora, lo que
destaca es el agua: tormentas, pero, sobre todo, inundaciones. El agua debería
ayudar a limpiar esa culpa sin objeto, una culpa sin concretar, algo que no debería
ser ajeno a cualquier otro lugar, pues aunque Morteros tenga su punto de encanto,
también lo tiene de posible. La narradora pasará su personal Bildugsroman en un
momento, cuando se ve a merced de una tormenta, y creerá que el pueblo tiene
ocasión de limpiarse, como en un bautismo, el día que se inunda sin que caiga agua,
como si esta viniera filtrada desde el subsuelo. En Morteros ocurrirán
desapariciones, lo cual supone tanto como decir que asistiremos al nacimiento
de fantasmas, lo cual implica, a su vez, la aparición del miedo a lo que nos
resulta imposible explicar.
Vogt
nos lleva por esta geografía sin muchas descripciones del espacio, encadenando
personajes, encadenando historias, cuadros, momentos que podrían ser cada uno
de ellos un relato independiente, pero que quedan unidos por la voz de la
narradora. Esa voz que nos habla de un autor que está escribiendo por impulsos,
por necesidad, porque se le imponen las palabras y las imágenes. Una voz que
nos recuerda, por ejemplo, a la de Alfanhuí. Hablamos del tipo de voces
que nos recuerda que todos deseamos, en muchos momentos, habernos quedado en la
inocencia, pero el miedo, la culpa, o el momento en que perdemos la virginidad,
nos obligan a ir creciendo.
Fuente: Zenda
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