Los
seductores
James
Ellroy
Traducción
de Carlos Milla
Random
House
Barcelona,
2025
535
páginas
Cerca
de ochenta personajes. Al final de la novela se incluye un índice Dramatis
Personae, subtitulado ¿Quiénes son los seductores? Las docenas de
personajes, enunciadas en dos o tres renglones, están organizados por el peso
de su importancia en la obra, comenzando por el protagonista, Freddy Otash, y la
persona alrededor de la cual pivotan todas las tormentas que iremos leyendo: Marilyn
Monroe. Pero Los seductores no es sólo una secuencia de nombres, una
cascada que resulta compleja de seguir incluso con la ayuda de este índice: la
textura de Los seductores está llena de cifras, muchas de ellas fechas,
direcciones, datos, cartografía… Y entre secuencia y secuencia, la voz del
narrador se expresa con frases cortas, como si al tipo le costara sumar más de
cuatro palabras con sentido antes de colocar un punto. Lo que sucede es que el
narrador es el tal Freddy Otash, un drogadicto, un borracho, un desastre, un
canalla, alguien que fue policía corrupto y tan nefasto para la profesión de
detective que tuvieron que expulsarle de la misma. Es un personaje muy
violento, una farsa simulando al tipo duro, un ser afásico, arrítmico,
sincopado, que posee una imagen de sí mismo muy distorsionada. Y a este individuo
Jame Ellroy (Los Ángeles, 1948) le califica de héroe en el índice de
personajes. A lo largo de las páginas, no demuestra ninguna condición moral que
sostenga este adjetivo, a no ser que consideremos la tozudez como una virtud
ética.
Tal
vez ahí esté el asunto principal de esta novela: ¿es posible crear una novela
moral a partir de un mundo que comulga no ya con lo inmoral, sino con la
caricatura de lo inmoral? Estamos en los años sesenta, en pleno rodaje de la
película Cleopatra, a la que el narrador se refiere constantemente como
el futuro gran fracaso comercial de la Fox. Todo lo que se muestra es peor que
decadente. De hecho, el pecado más suave que comenten los personajes será
mentir. Pero mienten para salvar la vida, que es algo que podría entenderse
como un valor humano en un mundo sin escrúpulos. No hay personaje que no entre
de lleno en las actitudes de lo que consideraríamos baja estofa, mafiosas, ni
los políticos, como los Kennedy, ni los actores, ni los policías, ni los
sindicalistas. Todos metidos en un nido de tramas y subtramas en las que hay
quien asesina, quien extorsiona, quien contrabandea drogas, quien fotografía
cadáveres, quien muerde. Y hay mucho sexo metido de por medio. Y lo que sucede,
sucede a toda pastilla. La novela, con esa textura de nombres y cifras, es todo
movimiento. De hecho, en buena medida parece ser el cuaderno de apuntes de los
casos, que guarda a modo de diario, del narrador, que galopa sobre Los Ángeles
documentando todo lo que se le atraviesa en una investigación que lleva a cabo
con métodos horribles.
Ese
Hollywood dorado se transforma en una alcantarilla con sus ratas, sus cucarachas,
sus lagartos. Nadie parece estar bien de la cabeza y sólo nos queda confiar en
que esta impresión tiene que deberse a que conocemos lo que sucede a través de
la mirada de Freddy Otash. En cualquier caso, lo que sí consigue Ellroy es
convencernos de que la maldad, el criterio que guía cada secuencia de
acontecimientos, es una patología. Lo que ocurre es que se trata de una
patología muy grave, que requiere algo más que terapias individuales y
medicación personalizada para curarse. Es una patología social. De eso trata,
en definitiva, esta novela. Tal vez a eso se deba esa afirmación de Joyce Carol
Oates que preside esta edición de Los seductores: «James Ellroy es el
Dostoievsky americano».
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