viernes, 27 de julio de 2018

TRILOGÍA DE LA GUERRA


Trilogía de la guerra
Agustín Fernández Mallo
Seix Barral
Barcelona, 2018
485 páginas

Menos manierista y habiendo dejado parte del narcisismo con el que irrumpió gracias a sus Nocillas, Agustín Fernández Mallo ha escrito un libro al que catalogaremos como novela, porque el género permite un amplísimo recorrido. Las intenciones son claras: no se trata de inventar, sino de cocinar. En ese sentido, Fernández Mallo es hijo de una época en la que destacan nombres que se van mencionando a lo largo del libro: Bolaño, Sebald… gente que escribía libros que llamamos novelas por el mero hecho de ficcionar y de su extensión. En realidad, tanto a Bolaño como a Sebald les falta cierta sinceridad con la literatura, esa de reconocer que hacen literatura a partir de lo leído, no de las experiencias propias y ajenas, no de la empatía o la compasión, no de la poesía o de la épica. En ese sentido, Fernández Mallo se arranca con un alarde de sinceridad en la puesta en escena. Las frases, las situaciones, las localizaciones, las actitudes, las escenas nos resultan conocidas. Pero las maneja con la suficiente astucia como para que se nos antojen originales, invención, ingenio. Ingenio, más que invención.
El tipo solitario de la primera parte de la trilogía, ese que practica el onanismo mental para relatarnos que con sus pensamientos está escribiendo una novela, no es nuevo. Pero sigue siendo divertido. Y el pulso con el que narra Fernández Mallo, hay que decirlo, consigue mantenernos atentos durante casi 500 páginas, algo que ni el mismísimo Bolaño lograba, pues en algún instante desfallecía. La guerra que nos ocupa, como las que nos ocuparán en las otras dos partes, son fantasmas. La guerra civil española, la guerra del Vietnam, el desembarco de Normandía, lugares como Galicia, Bretaña o el espacio vacío de Estados Unidos, donde cualquier cosa es creíble. Como lo es en las ciudades que pisan los protagonistas: Nueva York, Milán, Buenos Aires. Entre las tres partes, Fernández Mallo introduce suficientes coincidencias como para que nos aseguremos de sentir que es un único relato.
Sin embargo, mientras en la primera parte se impone el propio Fernández Mallo, el narrador de la segunda, veterano piloto de la guerra de Vietnam y el astronauta que fotografió a Amstrong pisando la luna, nos cuenta su vida con un estilo que nos recuerda a varios autores americanos. Por ejemplo, a John Fante. Mientras en la primera parte no había estructura narrativa, en esta sí existe, pues es necesaria para relatar la caída, el ascenso y la caída de una persona. El primer narrador presumía de haber conocido todo, el segundo confiesa haber sido víctima del destino. Como en tantas novelas americanas, las relaciones familiares sin resolver, la tensión entre padres e hijos es la conciencia que mueve el relato. Los arquetipos funcionan en los personajes secundarios que se van sumando a este costumbrismo norteamericano sin final feliz.
Será en la tercera parte donde Fernández Mallo logre su mejor versión como escritor. Esta vez la voz es de una mujer. La primera impresión que nos transmite es la de remitirnos al monólogo interior, a las asociaciones según las palabras, las fechas, los nombres, pero el paisaje, la tristísima Bretaña donde fallecieron de forma tan barata cientos de miles de jóvenes, no da lugar a que sea cual sea el sentimiento, incluso la sensualidad, no esté presente la desolación. Estamos frente a la parte más humana del escritor, del narrador. Fernández Mallo aparta las lecturas que han inundado su vida a un segundo plano. Siguen vigentes, pero el monólogo sentimental, referido tanto a ella como a su pareja, se impone. Y nos identificamos con la protagonista con mayor facilidad durante ese recorrido de la costa normanda, en el que aparecen personajes decadentes y gente cuya cabeza se rige por vectores divergentes. La obra se lee como un tiro. Que se califique como novela, no tiene importancia. Podría no serlo, como podría no serlo 2666. La definición de Cela afirmando que novela es todo lo que figura bajo el epígrafe de novela, es o podría ser la definición de un vago. Lo que importa es que sea un buen libro, que las historias que nos cuenta nos atraigan. Lo que importa es ese ámbito en el que las cosas pudieron haber sucedido.

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