Seis formas de morir en Texas
Marina
Perezagua
Anagrama
Barcelona,
2019
281
páginas
En
la narrativa de Marina Perezagua (Sevilla, 1978) existe una conciencia de saber
que es capaz de superar los escollos literarios que se plantea, que son
bastantes y suelen ser muy serios. Entre los libros de relatos, la potentísima
novela Yoro y este Seis formas de morir en Texas, Marina
tuvo que tomarse un respiro necesario a través de un homenaje al gran clásico,
que también era una visión cáustica de la sociedad contemporánea, en Don Quijote en Manhattan; seguramente a
que no siempre conviene estar enfrascada en un proyecto del que uno va
saliendo, a diario, con el alma hecha un harapo a base de desgastarla en un
ejercicio de empatía duro y arriesgado. Porque Perezagua se imagina en una
situación compleja, al límite, dentro de la piel de un personaje mutilado,
desesperado y sin la posibilidad de mover las piernas para salir corriendo, a
la que se le plantea un conflicto de una dificultad estremecedora. Y lo va a
resolver sabiendo que tiene que poner todo su buen hacer literario,
estructural, de pulso, de recursos narrativos y de prosa, al servicio de ese
estremecimiento. Conseguirlo a lo largo de casi trescientas páginas es algo que
solo está al alcance de quien, sin duda, es una de las mejores escritoras vivas
de nuestra lengua.
Sabemos
que habrá una buena historia, un dilema que aprisiona el aliento: una chica
ciega, de dieciséis años, asesina a su madre; su padre recupera la relación con
ella, mientras está en el corredor de la muerte, y le hace la terrible de
propuesta de entregarle su corazón, en el momento de la pena de muerte; la
respuesta de la chica no puede ser menos complaciente, pues a cambio necesita
las córneas de él para recuperar la vista, cuando todo lo que va a ver en los
años que pasará en prisión está regado por luces de fluorescentes y limitado
por paredes blancas. Desde el inicio, el narrador nos da cuenta de la brutal
imaginación que tendremos que poner en marcha para seguir la historia o, para
ser más exactos, el conflicto, pues Perezagua recupera la esencia de los
clásicos literarios en ese sentido, vuelve a colocar el conflicto por delante de
la trama. Y entra en el cuerpo del personaje, valiéndose de la literatura epistolar.
La chica ha crecido y se ha ido formando culturalmente, hasta alcanzar una
capacidad expresiva sorprendente y dotarse de una erudición, y de una serie de
anécdotas más o menos científicas, que funciona encajándose en la historia
central de forma atronadora. A través de las cartas que la protagonista envía a
su padre, y algunas a una suerte de enamorado de origen chino, vinculado, no se
sabrá cómo hasta el final con un toque de desesperanza metempsicótica,
experimentamos cómo a ratos la vida sucede como un oficio, y en otros nos
limitamos a la búsqueda de un sentido más o menos tierno, más o menos seguro.
Lo importante, como en el personaje central de Yoro, vuelve a ser la creación
de una nueva vida y de nuevo los cuerpos son los que generan los límites. La
primera cárcel a la que nos enfrentamos, o que podemos vivir como tal, es un
cúmulo de piel, huesos, carne y sangre, que no carece de imperfecciones.
Con
este planteamiento, asistimos a la tortura de la espera y nos relacionamos con
ella, ese aguardar al sacrificio propio, desde la esencia más humana de la bonhomía,
o de su forma más sencilla de plantearla: eso que se conoce como generosidad. De
cara a conseguir que suba de volumen el trance, se nos habla acerca de las
aberraciones cometidas a cuenta del tráfico de órganos, que hasta incluyen
extracciones en vivo, una cosecha que se practica, en la China retratada, a
merced del odio a un colectivo indefenso y gracias a que la avaricia se ha
apoderado del último recurso humano que quedaba en el planeta, nuestros
cuerpos, que en la literatura de Marina Perezagua son nuestras almas. Con estos
mimbres y estas intenciones, a las que responde con un trabajo encomiable y un
talento para la escritura que deja en evidencia a tantos escritores
contemporáneos, Perezagua vuelve a construir una novela que nos lleva a plantearnos
la cuestión esencial: no importa de dónde venimos ni quiénes somos, pero
deberíamos pensar hacia dónde vamos, aunque solo sea porque en este viaje no
estamos solos, porque estamos acompañados de otros cuerpos, de otras
sensibilidades, de otros sentimientos.
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