El refutador
Santiago
Cobo Quevedo
Sloper
Palma
de Mallorca, 2019
721
páginas
En
el planeta en el que se mueve el protagonista de El refutador, existen los ególogos y los gestores de
incertidumbres.
“Estamos
hablando de los maestros de la manipulación, en todos sus niveles. La creación
de apariencia. La verdad no existe. No existe la realidad. La identidad no
existe. Eso son supersticiones de los clientes. Solo existe una mercancía: las
apariencias. Y solo existe una esencia.”
Y
esa esencia es el dinero. O al menos es el dinero mientras el mundo sea mera
apariencia. Porque cuando se le despoja del disfraz de farsa, lo que Santiago
Cobo Quevedo (Tomelloso, 1972) nos muestras es un lugar, el campo después de la
batalla de su personaje, de su narrador, en el que campa a sus anchas ese
sentimiento negro al que llegamos con frecuencia, la versión oscura de la
dignidad: la humillación. Cuestionarse si ha sido humillado, si vive en ese
fango, es el tema sobre el que orbita una narración que tiene mucho de teatro
del esperpento y mucho de surrealismo.
El
refutador es el sobrenombre, o el oficio, que adoptará el personaje un
arquitecto al que han despedido de un trabajo que, como los sucesos en las
novelas de Kafka, jamás se ha llevado a término. Refutador es una palabra que
hace referencia a una labor como sicario, con lo cual, podemos imaginar, tras
doscientas páginas de una puesta en escena un tanto surrealista, como si no
existiera un plan previo, como si el texto se fuera descubriendo a sí mismo a
medida que se va desplegando, el tono adquiere un matiz de novela negra. Pero
no de una novela negra al uso, porque las referencias son inevitables, pero
volátiles: de vez en cuando aparece alguna acción propia de matones de medio
pelo para ambientarnos y, dándole a la novela un toque de género, ayudar al lector
a quedarse anclado a la obra.
Cobo
Quevedo se vale de frases cortas y con un tipo de glosa que no busca la exquisitez,
ni el deslumbramiento, sino el contraste con esas frases contrarias a la glosa:
su ímpetu está en desquiciar, en hallar asociaciones libérrimas, a veces
geniales, a veces un tanto grotescas, teniendo en cuenta que el genio y lo
grotesco no están reñidos. De hecho, cada vez que sentimos que el relato tiende
hacia un humor absurdo, algo trasnochado en la línea nacional, pero que triunfó
hace cincuenta años, se imprime a la narración una nueva tendencia hacia lo
siniestro. Porque siniestro es, a fin de cuentas, recordarnos que todos somos hombres
sin atributos, que la egología es una ciencia que debería existir, dado los
problemas que mantenemos a la hora de conversar con nuestro narcisismo, es decir,
con nuestra humillación. Ahí aparecen, de vez en cuando, referencias a un tutor
castrante, a trabajos de poca monta, al nulo valor de la vida, a la delación sin
culpa, al teatro de la vida, al humor vulgar pero cáustico del fanfarrón.
El
mundo de El refutador es un lugar donde
es inútil echar a correr, pero no es menos inútil quedarse quieto. En realidad,
aunque la realidad no exista, es un lugar donde uno acelera sin moverse del
sitio. De ahí esos diálogos que dejan la acción en el mismo lugar donde se
iniciaron. De ahí esas digresiones sobre las experiencias que uno padece, sobre
la experiencia que uno coge, y que no termina de aterrizar en nada. No hay
conclusiones. Hay una suerte de reflexión, eso sí, sobre lo que en psicología
se conoce como disonancia cognitiva, ese autoengaño por el cual torcemos la
interpretación de lo que sucede, porque no existirá la verdad pero sí existen
los sucesos, de modo que cuadre sobre nuestros prejuicios o, si ya llevamos
suficiente carga de humillación a nuestras espaldas, sobre nuestra
supervivencia, sobre el pilar de nuestra supervivencia que es un ego fraguado,
aunque sea fraguado en el teatro.
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