El Diablo sabe mi nombre
Jacinta
Escudos
Consonni
Bilbao,
2019
118
páginas
En
cierta medida, al libro que más se asemeja El
Diablo sabe mi nombre, con el que la escritora salvadoreña Jacinta Escudos
(San Salvador, 1961) se presenta en nuestro país, es a Las Metamorfosis de Ovidio. Escudos no solo reactualiza mitos
clásicos, sino también culturales o, al menos, de nuestra cultura occidental. E
incluso se atreve con mitos psicológicos, sobre todo los que tienen que ver con
las dos emociones que mueven los sueños: el deseo y el terror. Al margen de esa
consistencia, similar a la del clásico de Ovidio, una breve enumeración de
algunas de las formas que toman los cambios nos remiten, nuevamente, a Las Metamorfosis: el cambio de sexo debido
al cambio de deseo; la pesadilla y su transformación en realidad; el mundo
reducido tras un apocalipsis; el anhelo de una mujer por ser serpiente y enfrentar
así a la muerte; los hombres lobo; el veneno que nos libra de ver la realidad
tal y como se nos ha venido presentando; un cocodrilo que aspira a ser hombre;
sobrevivir a la muerte, aunque sea a la muerte del otro, que nos obliga a
renacer, a poner el cuentakilómetros a cero.
Las
lecturas sobre las que fragua su narrativa tienen tanto calado como las de
Borges, aunque a diferencia del autor argentino, Jacinta Escudos carece de
pudor. La sensualidad está presente, y está presente el sexo. Está presente la
crueldad, y hasta la crueldad extrema, con ablaciones e infanticidios. Se deja
llevar por impulsos, aunque controla a la perfección su prosa para seguir una
música de lo más sugerente: comedida y exacta, pero con matices de color
capaces de inventar expresiones como “resollé mi orgasmo”. Podemos rastrear a
Lovecraft entre sus líneas, hasta que nos damos cuenta de que una de sus
principales fuentes creativas son los sueños. Si de Borges le separa el pudor, a
Lovecraft le adelanta por trama, por estructura: un sueño carece de principio,
de final, de consistencia narrativa; es aleatorio y sorprendente; pero Jacinta
Escudos sabe darle forma, sin complicaciones, como le dan forma a los relatos
breves los grandes clásicos, y al igual que cuando les leemos a ellos, a
Chejov, a Maupassant, a Paul Bowles, tenemos la sensación de encontrarnos con
alguien que escribe con un impulso que nace no solo del cerebro, sino de todo
el cuerpo a la vez.
Ese
sustrato apasionado bastaría para ratificarla como una de las grandes autoras
de relatos de nuestra literatura, pero su ingenio no se queda ahí. Escudos
escribe contra la anestesia emocional, crea unos personajes, en pocas líneas,
que se caracterizan por el miedo a no ser, que es la esencia del miedo
personal. Dicho de otra manera, sabe meterse en lo que llamaremos alma y en los
demonios, también en los demonios de la conciencia. Los personajes practican
distintas modalidades de soledad, la mayoría de un carácter más o menos
onírico, y, recordemos, el mundo onírico es aquel en el que la vista no nos
regala la misma realidad que durante la vigilia, pero las sensaciones son igualmente
reales y, a mayores, el volumen de la intensidad sube hasta límites que son difíciles
de soportar.
Hay
presencias de diablos sin figura, solo sentimentales, y de algunas de sus
representaciones más frecuentes, como el insecto gigante de quien no sabemos en
qué grado nos hemos enamorado. Pero queda, siempre, de manera más bien implícita,
sin que sea preciso expresarlo la idea de que privados del contacto humano, estamos
abocados al naufragio.
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