viernes, 4 de octubre de 2019

LA TIERRA DE LA LLUVIA ESCASA

La tierra de la lluvia escasa
Mary Austin
Traducción de Eva Gallud
Volcano
Madrid, 2019
152 páginas

El desierto es el escenario simbólico de la soledad, una idea con la que conviven los textos de Mary Austin (Illinois, 1868 – Nuevo México, 1934), que respetan los textos de Austin, pero que, sin combatir, completan: cada rasgo que uno encuentra en el desierto, al contrario que en los lugares más poblados, es un rasgo de vida. Y esa señal cobra una intensidad que colma, una señal que, sin aturdir, nos llena los sentidos. El desierto es un lugar lleno de vida, lleno de pasado, lleno de historia, de una historia natural íntima, respetuosa, en la que el protagonismo recae en los arbustos, los pequeños animales o los actos de los indios, que jamás están destinados a cambiar la rotación del planeta. Se trata de criaturas y humanos sencillos, habitantes de un paisaje que les ha construido en lo que la propia Austin califica como “amable calma terrenal”.
Esta forma de participar de la tierra de la lluvia escasa surge cuando la autora se enfrenta al paisaje vacío, y encuentra que su música interior se apacigua y entra en armonía en esa suerte de soledad con todos los atributos que las diferentes culturas han ido colgando sobre lo místico. Vivir allí puede no ser fácil, pero tampoco es ingrato. El hombre, y Mary Austin es un ejemplo más de ello, se refugia en una esencia poética y simbolista. Alguno se atrevería a hablar de religión, otros de espiritualidad; sin duda, todos estarán de acuerdo en que el paisaje nos recuerda que es posible la realidad del alma. Se trata de un paisaje, en este caso el desierto de Estados Unidos, que permite ver al individuo, que permite dibujarnos y hacernos presentes como persona. De ahí esa voz lírica, y tan entera, sin complejos y sin extraordinarios giros literarios que aturdan, con la que Austin afronta cada uno de los cuadros de esta hermosa exposición.
El desierto se convierte, en sus palabras y a través de su mirada, en un maestro de la ética. Nos muestra que todavía estamos en condiciones de elegir que se nos ha dado la posibilidad de elegir bien, que es tanto como decir de elegir lo bueno: nada hay más libre que elegir la flor del cactus como el ser más hermoso de la creación. Porque la libertad es el concepto detrás del que vagan estos textos en los que se impone un misticismo al alcance de cualquiera de nosotros:
“No hay envidia del pan ni fervor fraterno. Los escritores del Oeste aún no lo han percibido; hablan mucho del sabor de la ilegalidad, pero tenemos estas pruebas para saber que no es malintencionada. Es puramente griega, en el sentido que representa el coraje para alejarse de lo que no merece la pena. Más allá, aguanta sin lloriquear, renuncia sin lástima por uno mismo, no teme a la muerte, no se tiene por grande en el esquema de las cosas”.
Austin habla, en los primeros años del siglo XX, de humildad, de un tipo de humildad que es universal y es eterno. No renuncia al conflicto y lo encara con la sabiduría de quien ha destilado de sus días y sus noches lo que de verdad importa, un sentimiento que, a falta de una palabra más apropiada, llamaremos amor. Aprende a encontrarse en el desierto, sabe reconocerse entre familias indias, cree que toda la esencia del verbo vivir cabe en el silencio de un zorro. Llega incluso a la peor versión del desierto, pero también allí encuentra una vertiente mística, contemplativa, en la que participa lo que hay más allá de lo humano, como si esa idea de Gaia -belleza, locura, muerte y Dios- fuera la única que nos salvará cuando consideremos, como tantas otras veces, que existir es una condena:
“Hará bien en evitar aquella cordillera incomodada por riadas cantarinas. Verá que todo lo ha abandonado excepto la belleza y la locura y la muerte y Dios. Muchas así hay al este y al norte de las Sierras medianeras, y disparan la imaginación con la idea de propósitos no revelados pero el viajero ordinario no trae nada de ellas salvo una sed intolerable”.

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