Capitán Fantastic
La decisión del muchacho es
un ejercicio de sabiduría: le han admitido en las mejores universidades del
país, y ahora que el microcosmos que construyó con sus padres se desarma, ahora
que ya no tiene que ser necesariamente salvaje, puede elegir qué avión tomar
para largarse a estudiar a Los Ángeles o a Boston. Cuando llega al aeropuerto,
descubrimos que ha optado por viajar a Namibia con una pequeña mochila. La
sabiduría no está, necesariamente, en las universidades ni en los libros, que
pueden no ser del todo ajenos a ella. Se trata, sencillamente, de saber ir
eligiendo en cada momento el bien frente al mal, o el mayor de los bienes
posibles o, a modo de consuelo, con procurar hacer el menor mal a quienes afecte
nuestra acción, si es que el mal es inevitable.
Que Capitán Fantastic
sea una comedia es un principio que debemos tener en cuenta a la hora de
enfrentar la película. Recordemos: un padre solo, a cargo de sus seis hijos,
les educa en el bosque enseñándoles supervivencia -desde cazar corzos con
cuchillo a escalada en condiciones penosas-. Estudian mucho, leyendo a
Dostoievsky, a Jared Diamond y a Noam Chomsky, que se convierte en el principal
referente cultural de la familia. La presentación de los personajes puede
parecernos brutal, tal vez hiperbólica, pero la hipérbole es un recurso que la
comedia se puede permitir para ofrecer un retrato de la realidad. Eso sí, esta
reacción del padre, que podría parecernos tan exagerada, ¿a qué se debe? Se debe
a un rebote contra una realidad que, esta vez sí, no tiene nada de cómica y sí
es muy exagerada: se trata de nuestro mundo enfermo. Querer vivir fuera de una
sociedad patológica es síntoma de salud. Ese es el planteamiento del padre de
la familia. Y aquí, al hablar de la patología de la civilización, no cabe
caricatura. De hecho, cuando se nos muestra cuál es el tipo de sociedad contra
la que se ha rebelado, nuestro enfado no será contra un personaje de ficción,
sino contra el malestar provocado por la distribución de la riqueza, por la
farsa del bienestar a partir de la explotación, por los mecanismos de dominio, por
la complicidad entre poderes y policía, por la autoridad económica, por un
mundo falso y podrido, que genera una miseria que se menciona, pero cuya
presencia en la película se escatima porque, al fin y al cabo, estamos frente a
una comedia y no se trata de provocar fiebre en el espectador.
Dado que no se trata de
un estreno, podemos atender al final para interpretar las intenciones de la
película. Si la propuesta frente a la sociedad neurótica, en grado muy
patológico, es lo salvaje, entendiendo por lo salvaje una forma de vida similar
a la de los indios canadienses hace cuatrocientos años, la solución no parece
ser una forma de vida tan escandalosamente fuera de lo que llamamos, con poco
acierto, la realidad. La propuesta definitiva es el Beatus Ille que,
recordemos, resulta ser más una leyenda que una terapia. No iremos al bosque a
cazar ni nos curaremos con hierbas, no se impondrá una vida al margen, pues
dentro de los márgenes está, por ejemplo, el hospital donde nos curarán una fractura;
lo suyo es hacerse con una granja, recoger huevos, plantar lechugas. Esa forma
de estar fuera de la sociedad sí es admitida por la sociedad. Esta aporía
estremece: hay que ser civilizados, aunque la civilización destruya. De hecho,
desde que vi la película por primera vez, este final me hace echar de menos el
ímpetu casi bélico con que plantea el padre la lucha en la naturaleza en los
primeros minutos. No es extraño, ni es casualidad, que los guionistas
decidieran que el trastorno que acaba con la vida de la madre sea el bipolar. ¿Cabe
alternativa entre los dos extremos? Uno, el de la sociedad neurótica, es parte
de nuestra vida. El otro, el de la práctica de lo salvaje, es parte de la
ficción. No hay dos extremos, pero al inventar el segundo, el que brota del
efecto rebote, nos invitan a elegir. ¿Y qué elegimos? Las citas sociales, los
lugares comunes, las ideas implantadas en nuestra pereza mental nos sugieren
moderación. Hay que ser precavidos. Con frecuencia esa moderación supone algo
así como un mandamiento en el que se dicta que lo sensato es no quedarse en los
extremos, que bien pueden ser lo bueno y lo malo, y por tanto el ideal está en
lo regular. Esto es molicie.
Las reflexiones que puede
generar que esta película entre en nuestra cabeza son de bastante calado. O lo
pueden ser. Entre lo prosistema y lo antisistema hay un mundo por explorar.
Pero, sobre todo, ¿cuál de los dos extremos es más violento?
Eso sí, uno no puede
dejar de querer a los personajes durante un funeral que, sin duda, firmaría como
modelo para la celebración del propio: una pira en la naturaleza, junto a un
lago y entre bosques de coníferas, y con tus seres queridos vestidos de
colores, como en una celebración de cumpleaños, mientras danzan al ritmo de la
mejor versión que se hará jamás de Sweet Child of Mine. Frente a esta
improvisación, tan personal, sugerente y elegante, la pesadumbre insoportable
del funeral con rito cristiano nos indica que la neurosis puede tener también
formas tristes, sombrías y solemnes.
He podido disfrutar de esta peculiar película y no puedo estar más de acuerdo con tu reflexión. Gracias. 👌
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