Nos
queda Walt Whitman:
“Si llego a mi destino ahora mismo, lo aceptaré con alegría, y si no llego hasta que transcurran diez millones de años, esperaré alegremente también”.
Es otro momento de
errores, sí, este en el que, no eligiendo, hasta en los días de sol se nos antoja
convertirnos en Fernando Pessoa encerrado en casa, mientras la lluvia cae sobre
las piedras de Lisboa, unas horas en la que se nos antoja que estuviéramos
repitiendo su mismo error. Sin embargo, su Libro del desasosiego es una
de las experiencias más balsámicas que uno puede tener sobre la Tierra. Pessoa
no fue un caminante, como tampoco lo fue Walt Whitman, que apenas abandonó su
Nueva York natal, algo que no le impidió recoger toda la sabiduría que flota en
la respiración de la humanidad en uno de los mejores libros de todos los
tiempos: Hojas de hierba. En una época en que la concentración en la
lectura es complicada, en una época sin viajes, en un tiempo de tantos odios y
miedos -si es que el odio y el miedo son emociones distintas-, uno puede
embarcarse en viajes a la novela negra y al Thriller, o regresar con Whitman,
y su barba llena de mariposas, al sustrato en el que nos formamos, a la voz que
dirá las verdades del trigo:
“¿Supones que avanzo por un terreno firme hacia el verdadero hombre heroico? ¿No sospechas, ¡ah, soñador!, que todo esto pueda ser quizás una ilusión?”.
Y luego nos recuerda que,
en lugar de viajar, prefería detenerse y cantar para siempre. Nos queda la
ilusión, la mirada hacia lo heroico, sí, pero también nos queda esa intuición
de esperar alegremente, aunque sea por siempre. Todo está entreverado en una
creación que se llama poesía. Al planeta, a la suma d seres humanos, le falta
poesía. En tiempo de neurosis, de histeria, de malestar, seguimos pudiendo
mantenernos en pie gracias a Walt Whitman. Porque ahora ni siquiera los niños
juegan en los columpios. En lugar de escuchar sus risas, oímos el runrún del
odio y del miedo a un enemigo invisible. ¿Hemos dicho a un enemigo? Si existiera
un enemigo, existiría la guerra. La guerra se hace contra otro grupo de seres
humanos, aunque para librarla sin aturdirnos por convertirnos en algo peor que unos
bárbaros, nuestra mente es capaz de deshumanizar al otro. En psicología a ese
tipo de fenómenos se les conoce como disonancia cognitiva: es la forma de
encontrar una mera coartada a nuestros actos, y convertirla en algo de mucho
peso, hasta convencernos de que nos ampara una razón de justicia, por ejemplo.
Y, además, somos capaces de tragarnos ese sapo como si estuviéramos comiendo un
tazón de natillas.
Cuando, dijo el bardo
universal, si algo es sagrado, eso es el cuerpo humano.
No hay guerra, no somos
soldados. Mal sirven a la libertad y a la felicidad quienes nos intentan
convencer de ello. En realidad, somos, o queremos ser, esos seres que saludan y
cantan a la muerte inmensa y bien velada: “danzas propongo para saludarte”.
Esta es la propuesta de Whitman: los espectáculos de paisajes descubiertos, el
alto y dilatado cielo, la vida y los campos y la inmensa y meditabunda noche, las
riberas del océano y la bronca ola murmurante, las copas de los árboles, las
miríadas de campos y amplias praderas, las ciudades apretujadas, los muelles y
los ferrocarriles hirviendo múltiples… pero, sobre todo, sobre esas cosas que
en los peores momentos pensamos que hoy se nos niegan, está el canto que flota,
que seguirá siendo posible, y el alma volviéndose hacia ellas: el vaho del
propio aliento, raíces del amor, el paso de mi sangre y del aire a través de
mis pulmones, el sonido de las palabras musitadas por mi voz, incluso la
deleitosa soledad.
Menciona la soledad y
recordamos que, según el naturalista Edward O. Wilson, esta era no se debería
llamar Antropoceno, por ser el hombre el factor de erosión del planeta, sino
Eremoceno, por ser la soledad la connotación, tal vez el sentimiento, que
caracteriza esta etapa en la que vamos dejando atrás todas esas cosas sobre las que vuela el canto de Whitman. Decimos soledad y no aislamiento, mientras
recordamos la épica de los grandes exploradores, sus años atrapados en la
naturaleza salvaje, tal vez viviendo bajo una barca mientras afuera sacuden los
seis meses de tormenta del invierno polar. Ellos no vivieron tanta dureza como
si estuvieran sobreviviendo a una guerra, porque no eran soldados ni el viento
es el enemigo. Al contrario, y al contrario del fenómeno de disonancia
cognitiva que se impone en la voluntad de los guerreros, de privar a los demás
de su sensibilidad -la compasión, la misericordia, la capacidad de amar, el
perdón, la bondad, la amabilidad, la ternura, la facultad de comprendernos, las
debilidades y las fortalezas-, ellos, con Whitman, humanizan el viento, la
nieve, la noche y hasta la soledad. Y también la pequeña hoja de hierba:
“Creo que una hoja de hierba no es menos que el trabajoso viaje de las estrellas”.
Habíamos calculado que
toda la Tierra era demasiado. Es hora de dar más humanidad y rebajar el odio y
el miedo; es el tiempo de negarnos a aceptar que estamos en una guerra y
transformarnos en habitantes del planeta, el momento de sentirnos orgullosos al
desentrañar el sentido de los poemas: “La hoja de hierba más pequeña nos enseña
que la muerte no existe; que, si alguna vez existió, fue sólo para producir la
vida”. Todos sabemos que los emperadores están desnudos, pero nuestra voz puede
expresar una emoción mucho más digna que esa denuncia con desaliento:
“No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario. No dejes de creer que las palabras y las poesías sí pueden cambiar el mundo. Pase lo que pase nuestra esencia está intacta. Somos seres llenos de pasión. La vida es desierto y oasis. Nos derriba, nos lastima, nos enseña, nos convierte en protagonistas de nuestra propia historia. Aunque el viento sople en contra, la poderosa obra continúa: tú puedes aportar una estrofa. No dejes nunca de soñar, porque en sueños es libre el hombre”.
Ricardo
Martínez Llorca, 25-03-2020
Fuente: La línea del horizonte
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