viernes, 24 de abril de 2020

WALT WHITMAN


Nos queda Walt Whitman:

“Si llego a mi destino ahora mismo, lo aceptaré con alegría, y si no llego hasta que transcurran diez millones de años, esperaré alegremente también”.

Es otro momento de errores, sí, este en el que, no eligiendo, hasta en los días de sol se nos antoja convertirnos en Fernando Pessoa encerrado en casa, mientras la lluvia cae sobre las piedras de Lisboa, unas horas en la que se nos antoja que estuviéramos repitiendo su mismo error. Sin embargo, su Libro del desasosiego es una de las experiencias más balsámicas que uno puede tener sobre la Tierra. Pessoa no fue un caminante, como tampoco lo fue Walt Whitman, que apenas abandonó su Nueva York natal, algo que no le impidió recoger toda la sabiduría que flota en la respiración de la humanidad en uno de los mejores libros de todos los tiempos: Hojas de hierba. En una época en que la concentración en la lectura es complicada, en una época sin viajes, en un tiempo de tantos odios y miedos -si es que el odio y el miedo son emociones distintas-, uno puede embarcarse en viajes a la novela negra y al Thriller, o regresar con Whitman, y su barba llena de mariposas, al sustrato en el que nos formamos, a la voz que dirá las verdades del trigo:

 “¿Supones que avanzo por un terreno firme hacia el verdadero hombre heroico? ¿No sospechas, ¡ah, soñador!, que todo esto pueda ser quizás una ilusión?”.

Y luego nos recuerda que, en lugar de viajar, prefería detenerse y cantar para siempre. Nos queda la ilusión, la mirada hacia lo heroico, sí, pero también nos queda esa intuición de esperar alegremente, aunque sea por siempre. Todo está entreverado en una creación que se llama poesía. Al planeta, a la suma d seres humanos, le falta poesía. En tiempo de neurosis, de histeria, de malestar, seguimos pudiendo mantenernos en pie gracias a Walt Whitman. Porque ahora ni siquiera los niños juegan en los columpios. En lugar de escuchar sus risas, oímos el runrún del odio y del miedo a un enemigo invisible. ¿Hemos dicho a un enemigo? Si existiera un enemigo, existiría la guerra. La guerra se hace contra otro grupo de seres humanos, aunque para librarla sin aturdirnos por convertirnos en algo peor que unos bárbaros, nuestra mente es capaz de deshumanizar al otro. En psicología a ese tipo de fenómenos se les conoce como disonancia cognitiva: es la forma de encontrar una mera coartada a nuestros actos, y convertirla en algo de mucho peso, hasta convencernos de que nos ampara una razón de justicia, por ejemplo. Y, además, somos capaces de tragarnos ese sapo como si estuviéramos comiendo un tazón de natillas.
Cuando, dijo el bardo universal, si algo es sagrado, eso es el cuerpo humano.


No hay guerra, no somos soldados. Mal sirven a la libertad y a la felicidad quienes nos intentan convencer de ello. En realidad, somos, o queremos ser, esos seres que saludan y cantan a la muerte inmensa y bien velada: “danzas propongo para saludarte”. Esta es la propuesta de Whitman: los espectáculos de paisajes descubiertos, el alto y dilatado cielo, la vida y los campos y la inmensa y meditabunda noche, las riberas del océano y la bronca ola murmurante, las copas de los árboles, las miríadas de campos y amplias praderas, las ciudades apretujadas, los muelles y los ferrocarriles hirviendo múltiples… pero, sobre todo, sobre esas cosas que en los peores momentos pensamos que hoy se nos niegan, está el canto que flota, que seguirá siendo posible, y el alma volviéndose hacia ellas: el vaho del propio aliento, raíces del amor, el paso de mi sangre y del aire a través de mis pulmones, el sonido de las palabras musitadas por mi voz, incluso la deleitosa soledad.
Menciona la soledad y recordamos que, según el naturalista Edward O. Wilson, esta era no se debería llamar Antropoceno, por ser el hombre el factor de erosión del planeta, sino Eremoceno, por ser la soledad la connotación, tal vez el sentimiento, que caracteriza esta etapa en la que vamos dejando atrás todas esas cosas sobre las que vuela el canto de Whitman. Decimos soledad y no aislamiento, mientras recordamos la épica de los grandes exploradores, sus años atrapados en la naturaleza salvaje, tal vez viviendo bajo una barca mientras afuera sacuden los seis meses de tormenta del invierno polar. Ellos no vivieron tanta dureza como si estuvieran sobreviviendo a una guerra, porque no eran soldados ni el viento es el enemigo. Al contrario, y al contrario del fenómeno de disonancia cognitiva que se impone en la voluntad de los guerreros, de privar a los demás de su sensibilidad -la compasión, la misericordia, la capacidad de amar, el perdón, la bondad, la amabilidad, la ternura, la facultad de comprendernos, las debilidades y las fortalezas-, ellos, con Whitman, humanizan el viento, la nieve, la noche y hasta la soledad. Y también la pequeña hoja de hierba:

“Creo que una hoja de hierba no es menos que el trabajoso viaje de las estrellas”.

Habíamos calculado que toda la Tierra era demasiado. Es hora de dar más humanidad y rebajar el odio y el miedo; es el tiempo de negarnos a aceptar que estamos en una guerra y transformarnos en habitantes del planeta, el momento de sentirnos orgullosos al desentrañar el sentido de los poemas: “La hoja de hierba más pequeña nos enseña que la muerte no existe; que, si alguna vez existió, fue sólo para producir la vida”. Todos sabemos que los emperadores están desnudos, pero nuestra voz puede expresar una emoción mucho más digna que esa denuncia con desaliento:

“No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario. No dejes de creer que las palabras y las poesías sí pueden cambiar el mundo. Pase lo que pase nuestra esencia está intacta. Somos seres llenos de pasión. La vida es desierto y oasis. Nos derriba, nos lastima, nos enseña, nos convierte en protagonistas de nuestra propia historia. Aunque el viento sople en contra, la poderosa obra continúa: tú puedes aportar una estrofa. No dejes nunca de soñar, porque en sueños es libre el hombre”.

Ricardo Martínez Llorca, 25-03-2020
Fuente: La línea del horizonte

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