La
escalada del Everest
George
Mallory
Traducción
de Rosa Fernández-Arroyo
Desnivel
Madrid,
2020
236
páginas
George
Mallory (Inglaterra, 1886 – Everest, 1924) posiblemente no era partidario de la
hipótesis de Gaia, esa según la cual el planeta Tierra tiene una conciencia
común, una dependencia capaz de generar un sentimiento que estremecería al todo
cuando se arranca un árbol. Al menos en su versión más espiritual, dado que aún
no se había emitido ese rezo científico según el cual la biosfera se autorregula,
el que emitió James Lovelock en 1969, y que tan bien nos viene recordar ahora.
Mallory podía estar al margen de este concepto, dado que él era un enamorado de
la montaña, la región menos transparente, la más dura, la más erizada, esa en
la que la belleza y lo terrible van de la mano. Puede que Mallory supiera lo
que significa la estética del guerrero, en una paradoja casi imposible, pero lo
que es seguro, al menos tras la lectura de sus escritos es que Mallory sentía,
y mucho, el motín de la naturaleza. El planeta no es una masa estática, no es
inerte, y tampoco es inhumano. El hombre ha creado conceptos sensibles como ‘corazón’,
‘alma’ o ‘dioses’, que Mallory traslada a lugares como el Everest o la
inmensidad austera del Tíbet.
Pero
eso lo iremos comprobando en la segunda mitad del libro. La traducción de sus
escritos, que nos llega por primera vez al completo de la mano de la siempre
afortunada Desnivel, comienza con un texto hermosísimo en el que se reflexiona
acerca del alpinismo. Estamos a principios del siglo XX y los alpinistas visten
de una manera que hoy se nos antojan atuendos para una primavera campestre,
para un domingo de picnic. Basta ver esas fotografías del grupo que afrontó la
tentativa del Everest en 1924, con Irvine tocado con una gorra tipo pescador y
Mallory luciendo unos bombachos de lana. Pero la rebelión contra el asesinato cotidiano
que supone dejarse llevar por el sucio arroyo de la vida ya estaba en boca de
los amantes de la montaña. Con un talento literario que se nos antoja ajeno a
lo que estamos acostumbrados, Mallory nos habla sobre el ansia de libertad,
sobre la felicidad lejos del confinamiento: “Tengo la sensación de que existen
dos clases de escaladores: los que se plantean la escalada como una cuestión de
honor y los que no se la plantean de ninguna manera en particular”. Así
comienza expresándose. Para luego intentar explicar en qué consiste el honor,
un concepto que todos tenemos claro, en un sentido emocional, y que,
precisamente por ello, resulta tan complejo de exponer en negro sobre blanco.
“La escalada está en un pedestal por encima de los entretenimientos comunes de los seres humanos. La situamos aparte, y la etiquetamos como algo que posee un valor especial”.
¿Nos
encontramos frente a la arrogancia? ¿Existe en su intención una demostración de
que el escalador es un ser mejor que el que no escala? ¿O se trata, más bien,
de una justificación, una respuesta a ese lugar común, que surge de la gente
común, que sugiere que una excusa no solicitada es una respuesta a una acusación
sentida, pero no formulada? “Es un evidente acto de rebelión”, dicta Mallory,
en una sentencia con la que no se puede estar en desacuerdo. Es un acto de
rebelión, un motín hacia el rescate o hacia el hundimiento. Y he aquí que él comprende
por qué necesita expresarse y comprende a quien no escala: “Es lógico que la
sociedad espere que los rebeldes, cuando menos, se expliquen. Los demás hombres
están exentos de la obligación, porque utilizan las etiquetas aceptadas de la
manera convencional”. Es decir, la espuma de los días no tiene la misma
consistencia, pero sí se sabe que uno sale a buscar la vida y el otro espera a
que la vida suceda. No existe una intención de saberse mejor, como un Juan
Salvador Gaviota sujeto a la ley de la gravedad, tan solo se limita a recordar
que un manzano da manzanas, y él no puede, ni tiene ninguna intención de,
evitar que la savia llegue a su propio fruto: “¿Cuál es el valor emocional de
nuestra experiencia cuando estamos en las montañas?”.
A
medida que avanzamos en sus primeros escritos, referidos a Europa, y sobre todo
a los Alpes, nos damos cuenta de que el alpinismo es una forma de expresar la
sensibilidad de Mallory. Estamos frente a una persona sin espíritu deportivo de
competición, pero consciente de su fuerza. Mallory busca encontrarse con su
físico, pero también una melodía en o de las montañas. Somos en tanto somos un
ser emocional, sentimental, y el lenguaje va encontrando mucha dificultad para
expresar esa parte sensible. Y esa sensibilidad que muestra Mallory, ahora se
nos antoja que pertenece a la adolescencia del alpinismo, a una etapa de
formación, pero también de redención: ya solo necesitaremos seguir sus pasos,
sus anhelos, y no tanto explicar en qué consiste la pasión.
La
mayor parte del libro la componen los documentos acerca de los intentos de
conquista del Everest. Aunque, tal vez, la palabra conquista no sea el concepto
que mejor encaje. El Everest es, en Mallory, un corazón, un alma, un dios. Sus
escritos incluyen los reportes que leía a su regreso, así como fragmentos de
los diarios de campo. A través de ambos, eso sí, podemos viajar a una de las
últimas épocas de las grandes exploraciones. En ocasiones Mallory se muestra hiperbólico,
pues no resulta tan sencillo describir un paisaje. Pero siempre es sincero, esa
cualidad que, por otra parte, también nos remite a la época de las exploraciones,
las geográficas y las literarias.
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