Un
tambor diferente
William
Melvin Kelley
Traducción
de Carlos Jiménez Arribas
Siruela
Madrid,
2020
255
páginas
“Si un hombre no desfila al paso de sus compañeros,Será quizá porque oye el ritmo de un tambor diferente.”
Estos
versos de Thoreau, que dan título a la obra, forman parte del epígrafe de la
novela de William Melvin Kelley (Nueva York, 1937 – 2017), quien no intenta
reproducir el rimo de un tambor diferente, sino aproximarse, y con sinceridad,
a la música de otros tambores que ya sonaron. Referirse al sur de Estados
Unidos, a las diferencias raciales, ubicar la obra en un condado, remitirse a
las relaciones entre personajes desde una voz con una extrañísima capacidad
para mantener un monólogo, trasladar la narración a diferentes puntos de vista,
todo ello, apunta, cómo no, a William Faulkner. Y también, en buena medida, a
Flannery O’Connor. Recordamos, ahora, esa novela un tanto perdida que es El
mundo conocido, de Edward P. Jones, un relato en el que todo fluye con
cierta lentitud, incluida la dignidad, también ubicado en un condado sureños, y
en el que cada segundo pesa tanto como la diferencia improbable entre la
desesperanza y la desesperación, y que pertenece a esta literatura que ya es
tradición en Estados Unidos y que raramente se ha trasladado con buen éxito al
resto del planeta.
Pero
ahora es imposible escribir como si Faulkner no hubiera existido. Algunos autores
han creado toda la literatura posterior, a incluso a sus antecedentes. Faulkner
y Kafka tal vez sean los fenómenos más representativos de esta afirmación. De
lo que se trata, a continuación, es de saber interpretar los elementos
creativos que ellos idearon, y a partir de ahí crear una obra propia, inmensa,
intensa y original. William Melvin Kelley forma parte del elenco de autores que
lo consiguen. Un tambor diferente es coral y es autónomo. Es decir, crea un
universo propio, y crea todos los fenómenos de relación e interacción, así como
las descripciones de todas las emociones, a través de un microcosmos que, en
otras circunstancias, trataríamos como provinciano en el sentido más literal
del término: el condado donde transcurre la novela es un lugar cerrado, o
aparentemente cerrado, al exterior. Son los personajes quienes son los autores
de sus biografías, que están vinculadas a las decisiones de los demás. De
hecho, nadie en la novela es dueño de su propio destino. Es más, ni siquiera son
medianamente capaces de controlar el mundo propio, el interior, el de las
sensaciones, que aparecen descritas con una intensidad que nos obliga a no
abandonar las páginas escritas.
Se
le podría achacar a Melvin Kelley cierta falta de originalidad en las situaciones
-una mujer embarazada, un enamoramiento platónico, unas distancias no salvables,
pero sí tangibles, entre las personas, y un extrañamiento frente a la otra raza-,
pero la obra no pretende deslumbrar por la trama, sino empañar nuestras emociones
por la energía. Y en eso, resultará ser una de las lecturas más potentes que
encontraremos en las estanterías.
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