Nueva York es una ventana sin
cortinas
Paolo
Cognetti
Traducción
de Miquel Izquierdo
Navona
Barcelona,
2018
180
páginas
Si
alguien pretende tener intimidad, Nueva York es el sitio menos adecuado para
quedarse. El título del libro lo expresa muy bien: en la gran ciudad uno está
expuesto a los demás de forma escandalosa. Nada hay absolutamente privado. Una
ventana sin cortinas nos recuerda a la película de Hitchcock, La ventana indiscreta, trabajada a
partir de varias ventanas: la primera la del espectador y la pantalla, que es
la ventana a través de la que nos metemos en el escenario. La segunda la
ventana desde la que mira el protagonista. La tercera la calle. Y la cuarta las
ventanas abiertas, las que permiten al voyeur practicar su locura que, como
comprobamos por las reacciones de los demás en la película, se entiende que son
lo normal. La norma y lo frecuente es, pues, meterse en la vida de los demás
sin que los demás se enteren. Y los demás, como uno mismo, se saben expuestos,
pero les trae sin cuidado. Al fin y al cabo, una norma es una ley no escrita,
un acuerdo tácito.
A
la hora de abrir este libro, teniendo en cuenta esos presupuestos, sabemos que
nos encontramos con un autor que, a su vez, ha expresado el amor por la soledad
elegida en la naturaleza, en la montaña. Le conocemos por El muchacho silvestre y Las
ocho montañas, y sabemos que es una persona delicada con los demás. Al
menos con los lectores. Quien conozca Nueva York se dará cuenta de que la
neurosis de Manhattan no es una vibración sana. Puede sorprendernos algunos
días, pero la ansiedad que generan sus dimensiones no humanas terminarán por
superarnos, a no ser que uno sea, a su vez, neurótico. Sin embargo, Nueva York
no termina en la isla de Manhattan. Brooklyn, el otro gran barrio de la ciudad,
ofrece una vida más acorde con las dimensiones del hombre. La urbanización, el
tamaño de las edificaciones, la velocidad a la que pasa el tiempo, ver el
cielo, todo eso es lo que lleva a Paolo Cognetti a elegir Brooklyn. Y desde ahí
nos regala este libro de viajes en el que Nueva York no está caracterizado por
sus excesos.
Cognetti
es sensible a los cuadros que ve, a la pobreza, por ejemplo, que iguala con los
emigrados históricos: antes llegaba de cualquier lugar del mundo, ahora se
refugian huyendo de calle en calle. La mirada de Cognetti no es la de un
turista, pero no reniega de cierta condición de visitante ocasional. Algunos de
sus viajes a la ciudad los hizo para preparar documentales sobre la ciudad
donde viven y vivieron escritores. Así pues, estos son apuntes al margen, notas
sobre lo cotidiano, que no figuran en los documentales, a la par que apuntala
los relatos en esa dirección. Por el libro pasará Whitman y Melville, a la par,
como dos vidas paralelas con direcciones contrarias. También el judaísmo, que
tanto ha influido en la ciudad, y escritores como Henry Roth, Allan Ginsberg,
Bashevis Singer, y pasea por guetos hasídicos. También por los asiáticos,
evitando la Chinatown que va comiéndose las calles de Manhattan. Reconoce, como
no podía ser de otra forma, la Italia que late en algunos callejones, los
mismos en los que se cultivan huertos urbanos o jardines autogestionados.
Aparece el beisbol como una religión sin dios. Cruza los puentes y admira la
virtud de cada uno de ellos, aunque elige el de Brooklyn, del que dice sentir,
frente a él, lo mismo que frente a las grandes catedrales de Europa. Esta
experiencia nos indica que busca la poesía de la ciudad, y para hallarla no
debe mirar hacia los rascacielos, sino mantener la vista en horizontal. Ver lo
que ve un hombre. Encuentra, así, una extraña forma de poesía en los comercios,
por ejemplo, en esas tiendas que no cierran en veinticuatro horas.
En
lo que se refiere a los escritores que le llevaron hasta allí (Paul Auster,
Safran Foer, Colson Whitehead, etc.), menciona el encuentro hostil con la
ciudad y el ritmo más asumible para su corazón que encontraron en Brooklyn. Se
encuentran en una suerte de equilibrio pacífico, pero precario. En buena
medida, lo precario es una de las características del equilibrio, esté uno
donde esté. De ahí que Cognetti entienda que esta ciudad no se diferencia, en
lo que se atiene a lo humano, de las demás: vive dentro de cada escena que ve,
le recuerda algo que ha leído y lo relata, porque la vida no será una novela,
pero los instantes son relatos.
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