martes, 2 de octubre de 2018

COLOMBINE


Carmen de Burgos, “Colombine”
Un perfil

En el verano en que estalla la Gran Guerra, una mujer de cuarenta y siete años recorre Europa de sur a norte y de oeste a este, las direcciones contrarias a las de los itinerarios románticos, los que se dirigen hacia la puesta del sol, cuando se ve atrapada en Alemania sin apenas otros recursos que su inteligencia. Junto a ella ha estado navegando por deliciosos parajes una hija, María, que con veintidós años estaba a un paso de casarse con un actor de teatro y engancharse a las drogas. Carmen de Burgos y Seguí (Almería, 1867 – Madrid, 1932) se encaminaba hacia Rusia, tras haber recorrido paisajes y ciudades de Francia, Suiza o los países escandinavos. Hasta entonces su viaje había sido un soplo tras otro de aire fresco, incluso en las criptas donde las catedrales esconden unos tesoros ambiguos, almacenes en los que no se distingue entre el envejecimiento y la belleza. La crónica de su gran viaje se ve cortada por una guadaña que les siega la hierba bajo los pies. Carmen había vivido casi tanto tiempo fuera de España como en el país donde nació, recorriendo territorios en condiciones en las que, en ocasiones, pasó hambre y frío y sueño, aprendiendo recursos de los que tirar cuando intenta atravesar un país embravecido. Sorprende, en el relato y en la realidad que se ha repetido tantas veces, como la gente deja de ser buena persona, de la noche a la mañana, para ser mala multitud. Se impone, por ejemplo, la consigna de que hay que matar a los todos los rusos con los que se crucen en las calles. Cualquier papel, expedido por un consulado extranjero, es sospechoso y cualquier soldado analfabeto tiene el poder de hacerlo trizas. Durante algún momento, Carmen y María, con la bayoneta sobre el pecho, sienten angustia al pensar que no podrán regresar a sus casas. En tiempo de guerra, la única certeza son las balas.
Los puestos militares se han prodigado como en una epidemia de peste, y el paso de cada uno de ellos es, a medida que van pasando los días, más idiota y más violento. Pero Carmen es una mujer de recursos y se abre paso hasta llegar a Hamburgo, donde se embarcan en un pequeño mercante, junto a otros españoles que se fugan de un país que arde, aunque en el barco no hay condiciones para acoger pasajeros. Lo urgente, en cualquier caso, es salir del país y, con hambre y frío y sueño, se acomodan en unas hamacas compradas en un mercadillo de segunda mano. Al llegar al Canal de la Mancha, el capitán del barco recibe órdenes y se ve obligado a cambiar de rumbo. El mar estrecho se ha vuelto peligroso en apenas dos días. Mejor dirigirse a un país seguro, como Inglaterra, donde desembarcarán los veintitantos pasajeros a los que ha salvado de la marea bélica. Para Carmen y su hija el momento es clave, uno de esos en los que tienen que tomar una decisión: volver a Madrid o quedarse. O como deciden, con elegancia, seguir viajando. No llegarán a Rusia, pero recorrerán Inglaterra y, más tarde, Portugal, un vecino desconocido que casi descubrió como destino de descanso para los españoles. Leer su paso por ese país no es una invitación a visitarlo, sino a quedarse allí para siempre. Carmen escribe con calma el relato de sus viajes. No le importa acumular sustantivos y adjetivos, antes de terminar con una metáfora pues, excepto durante el acoso de la guerra, su intención es describir. En un paisaje hermoso, no basta con dictarlo de forma escueta: hay que demorarse tanto como sea necesario, pues si la vista no se cansa de contemplar, no hay razón para que ella se detenga al escribir. Carmen es escritora, pero adora la pintura, y eso se traduce en su prosa.
La lectura de los lugares que visita vuelve a ser estética, una vez que recuperan el rimo del viaje. Y para que alguien sea sincero en ese tipo de hacer de la imagen un verbo, es necesaria la premisa del respeto. En la vida de Carmen de Burgos este es el sustantivo, el concepto, que jamás se pierde de vista: el respeto. Como en esta muestra de sus viajes, donde el respeto es tal que todo nos parece encantador, y esta palabra, el encanto, tiene varios significados: es magia, es atracción, es carisma, es esplendor. Observa, y mucho, y siempre lo hace con amor por lo diferente, porque como diría de ella su pareja durante veinte años en el baile de la vida, Ramón Gómez de la Serna, Carmen es “toda esa cantidad exuberante de corazón, cuando el corazón es lo más raro de encontrar”. Gracias a ella, o a través de ella, que sería la expresión que utilizaría Carmen para no empañar su humildad, a España llegan las culturas de otros países. Y esos dibujos de lugares y de gestos, de vestidos y costumbres, construyen los arquetipos de los que a fecha de hoy todavía nos valemos. En buena medida, Carmen ha cimentado los que sabremos seguro sobre las culturas modernas, los pilares que apenas han cambiado, mientras que la civilización tiende a convertirse en la misma masa madre para todo el planeta.
Pero esa historia no es la de Carmen. Ella no cesa de descubrir, también gracias a los libros que lee con una capacidad de análisis tal, que uno sentiría miedo de entregarle un texto porque acabaría por conocernos mejor de lo que uno se conoce a sí mismo. Gómez de la Serna dijo que durante medio año la dirección de Carmen era la lista de correos. Esa costumbre de viajar tiene el objetivo, como ella reconoce de buscar el encanto ancestral de las ciudades antiguas, románticas, y el encanto de la naturaleza. De nuevo aparece aquí en encantamiento, y de nuevo el respeto. A la naturaleza no se puede acudir maltratándola.
Hay una expresión que ella escribe, y que resume, por efecto rebote, mejor que ninguna otra cuál es su espíritu en la aventura y como cronista. En cierta ocasión, encontrándose frente a un monumento militar, una de esas grandes obras escultóricas con placas de mármol en memoria los caídos y algún nombre célebre esculpido en letras góticas, suelta aquello de que “honrar a los que mataron me parece una cosa perjudicial; la humanidad no podrá llegar a una mayor perfección ética mientras admire la gloria de los héroes”. Gloria y héroes son los antónimos de encanto y respeto. Los primeros hablan de la guerra, los segundos de la buena gente. Su pacifismo convencido es un sentimiento simbionte de su lucha por la igualdad entre el hombre y la mujer. Solo su anhelo por los viajes, en los que aprende también a construir el alma con esta ética, la aleja por momentos de una lucha en tiempos en que la conquista de los derechos de la mujer era por momentos de una violencia similar a darse de cabezazos contra un muro de lamentaciones. Tal vez de ahí venga esa expresión que utilizó Gómez de la Serna para resumir los motivos de los viajes de Carmen: “Huye, sencillamente”. En este caso, el adverbio es casi un oxímoron, pues huir no es nada sencillo para Carmen. Aunque si nos atenemos a la duda que plantearía Chatwin en el futuro, huir es salir ganando, pues, según el inglés, la gente se divide en dos tipos: los que huyen y los que se esconden. En ese sentido, a Carmen se le podrían reprochar muchas cosas, pero jamás se escondió. Y lo que es huir, no se puede decir que huyera. Para eso hace falta algo como la autocompasión, una cualidad que aborrecía, porque para Carmen la pose digna, aunque solo sea pose, es una forma de dignidad. Tal vez la última, porque la primera forma seguramente sea el viaje.
“Es ella oriental y siente en sí la idea de oriente. Nuestra Andalucía es el oriente y ella es de allí”, rezó sobre ella Ramón Gómez de la Serna. Ese espíritu se expresa en parte de su obra, como en las novelas breves. Pocas obras más orientales se han escrito en nuestro idioma que Puñal de claveles, donde los amados y los intereses se cruzan como en un cuento de las mil y una noches sin lámparas mágicas. La realidad de la Andalucía que conoció era que los corazones se compraban o se raptaban. Carmen, que era la mayor de diez hermanos e hija de un vicecónsul dueño de tierras y cortijos, se casó a los dieciséis años con un hombre bohemio que debería haber heredado el principal periódico de Almería. Estudió magisterio y aprobó la oposición para ejercer de maestra. Su marido resultó ser un tipo deshonesto, fumador, bebedor y mujeriego. No fue el hombro sobre el que llorar cuando los tres primeros hijos del matrimonio fallecieron, y eso que apenas habían aprendido a respirar: el primer bebé murió a las trece horas de nacer, la segunda a los dos días, el tercero llegó a vivir ocho meses. Esa experiencia secaría a cualquiera por dentro, pero Carmen despertó de la mala fortuna llena de insubordinación, y fue llenándose de la necesidad de combatir y de liberarse y liberar a la mujer, para que fuera compañera, alguien igual a los hombres, para que la mujer colaborara con el hombre, trabajara a su lado. Con treinta y cuatro años, Carmen agarra a su hija María, otra superviviente, y se larga a vivir a Madrid. Allí lo primero que conoce es el mundo de los señores que ostentan riqueza y posición, esos que meten mano a la criada mientras la prometen abandonar a su esposa para largarse a oriente con ella. De hecho, su tío, senador, que la acoge, intenta levantarle la falda con el mismo ánimo con que se la levanta a las jovencitas de la taberna y ella abandona la casa.
Abandona casa, familia y tradición. De hecho, su compromiso en posteriores escritos, en colaboraciones periódicas, en buena medida iba dedicado a mellar, eso sí, sin ofender, los paradigmas de la tradición: el machismo, el matrimonio, los duelos, la heterosexualidad, la dieta carnívora, la historia bendita, el folclore insensato, y todo lo siniestro que se oculta en lo que conocemos como tradición y creemos que es la cultura que nos ha construido: “Conservan mucho de la negligencia árabe”, escribió sobre el papel tradicional de la mujer en Andalucía, “sentarse a tomar el sol en las horas de descanso es el más grato de sus placeres. Viven resignadas con su suerte, con una especie de fatalismo morisco y una inconsciencia de sus derechos que no las invita a la rebeldía. Es común ver en los caminos el padre subido en una mula, mientras la mujer y los chiquillos siguen detrás a pie. Se cree que el hombre para mostrar su fuerza y ser varonil ha de ser despótico y hacer sentir siempre que es el amo y el señor».
 Carmen era un océano del que sacar cubos de dudas. Tras salir de casa de su tío y trabajar durante una temporada como maestra, comienza a escribir colaboraciones periódicas en diarios y revistas. Al principio, la invitaron a hablar del arte de ser mujer. Ahí es donde comienza a mencionar que la moda es una tiranía, en la que se produce la paradoja de que deberíamos liberar a la mujer rica de ese corsé, que para ella es un goce. Vestir bien, al fin y al cabo, es algo que no siempre cumple una buena función: si le damos una gabardina de lujo a un mendigo, acabaríamos con su forma de vida. En sus columnas expresa verdades que no se aplican solo a la moda: si habla de procurar la alegría de las personas que de la mujer dependan, no se refiere al perfume. De hecho, señala que ya ha comenzado cierto cambio de mentalidad, pues el hombre ya no pretende tener una compañera solo hermosa, sino que también sea agradable y culta. Aunque desgraciadamente delgada: “no falta quien le diga a su docto: envenenadme, pero hacedme adelgazar”. Cuando menciona que se nos quiere vestir a todos igual, lo cual quita, comprime o aplasta sin piedad, no parece referirse solo a lo que mostramos a los sentidos, también a todo lo que afecta a nuestras relaciones: “Muchas personas vulgares creen saber conversar comentando noticias de periódico, que les da ya un juicio hecho y no tienen más remedio que repetirlo”.
Carmen había roto los moldes de la mujer de finales del siglo XIX desde la infancia. Sus juguetes preferidos eran las muñecas, sí, pero también los periódicos. Una bonita forma de desacralizar esos papeles sobre los que la gente se formaba opiniones que repetían como papagayos: los periódicos eran unos recortables estupendos con los que hacer figuras. En último término, no se trata de nada más que de papel y tinta. Además de hacer bolas y barcos con los periódicos, Carmen montaba a caballo y leía con un espíritu que ella llamó “rebeldía de guante blanco”. Romper el sagrado matrimonio, aunque fuera con un rico patibulario de taberna, supuso un enfado casi tan mayúsculo, entre su familia, como lo había sido el contraerlo. De esa experiencia salió prometiendo que jamás volvería a estar con otro hombre. Hasta que contando con treinta y siete años, mientras asistía a una tertulia literaria en un café de Madrid, un joven de dieciocho se acercó a ella por detrás y la besó en la nuca. De este joven llegó a decir Borges que hubiera sido un genio literario de no haber pensado en burbujas. Ramón Gómez de la Serna todavía no estaba alimentándose de sus greguerías. Si nos atenemos a lo que él mismo confiesa, su relación duró veinte almanaques pero solo diez años. La otra mitad la dedicó Carmen a viajar, en ocasiones como corresponsal de guerra.
En palabras de Carmen, su maleta estaba siempre preparada para conocer lugares donde no pesara la mantilla sobre la cabeza de las mujeres. Su primer viaje la llevó a Francia, Italia y Mónaco, con una beca para estudiar los sistemas de educación. Era el año 1905. De allí regresó reivindicando el racionalismo de Francia, porque sin educación un país es una jungla.La frase célebre de que ‘cada escuela que se abre cierra una prisión a los veinte años’ es allí un hecho”, diría. Y también regresaría con otro de los propósitos que marcarían su vida: reclamar el sufragio para las mujeres.
En 1909 fue enviada a Málaga como corresponsal de El Heraldo. Su misión consistía en cubrir las consecuencias del desastre del Barranco del Lobo, donde los rifeños del norte de África mataron a más de cien soldados españoles e hirieron a otros seiscientos. Las tropas que eran enviadas a Melilla sabían que estaban siendo sacrificadas como corderos. Escribe sobre los heridos y los voluntarios de la Cruz Roja, sobre las enfermedades que causa la falta de agua potable en Melilla, sobre lo humano que contenían las cartas que enviaban los soldados, y que pasaban por Almería, hacia donde Carmen se había desplazado.Todas las noches, un periódico local expone los telegramas al público en la farola del paseo, uno de los sitios más concurridos de la población, y la gente, hombres, mujeres y niños, forman cola, ávidos de leer las noticias”, nos descubre. Carmen sortea la censura militar y se traslada a Melilla para documentar la guerra, a bordo del vapor que carga el correo. Y a partir de aquí, se olvida con frecuencia de lo que es la crónica y se implica en la tristeza, en la ternura y en los deseos de paz para los heridos y las familias de los heridos. Piensa en las madres de los jóvenes soldados y confiesa estar al borde de las lágrimas. Habla de las esposas y de los hijos sobre los que hablan, a su vez, los muchachos destinados a la guerra de Melilla; habla del dolor de la separación. Y de la melancolía de las noches en que las tropas cantan coplillas. Y acompañaba a su crónica con una lista de heridos, para que las familias estuvieran informadas. A su regreso, se hará militante de la objeción de conciencia, del derecho a negarse a matar. Son ya varias las objeciones que vocea sobre el contrato social al uso, y todas son subversivas: contra la tradicional inferioridad de la mujer, a favor del sufragio universal, del derecho a una vida sin batallas, al divorcio y a la educación universal. Es ya una periodista de combate, razón por la cual no se amilanó cuando el 1914, a su paso por Alemania tras ver la Aurora Boreal, mientras intentaba regresar a España, en uno de los puestos de control, los militares intentaron fusilarla. La acusaban de ser espía rusa. En su maleta guardaba correspondencia con gente de Moscú, ciudad que tenía previsto visitar, y alzó la voz cuando los soldados alemanes se disponía a descargar culatazos de fusil contra civiles rusos encadenados. Si algo podía impedir que estos jabalíes desnucaran a los presos, era la furia de una mujer solitaria, una especie de libertad guiando al pueblo con el valor por bandera.
Carmen montaría salones literarios en Madrid, tertulias modernistas. Se codeó con Giner de los Ríos, Blasco Ibáñez, Cansinos-Assens, Juan Ramón Jiménez o Sorolla entre otros. Rompió su relación con Gómez de la Serna cuando descubrió que acababa de iniciar un romance con María, su propia hija, aquella joven con la que viajó por Europa y que estaba enganchada ya a la cocaína. Carmen se afilió al Partido Republicano Socialista cuando se fundó la Segunda República, que aprobaba el divorcio y el matrimonio civil, y murió pidiendo a quienes le acompañaban junto a su lecho, que no cesaran de repetir Viva la República. Había dirigido la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas y también tuvo un alto cargo en la Izquierda Republicana Anticlerical. Ingresó en la masonería y fundó la logia Amor. y Trabajó en al menos cinco periódicos y otras tantas revistas, siempre con distinto pseudónimo, aunque el que nos ha llegado a nosotros sea el de Colombine. Fue feminista odiando esa palabra, pero odiaba más la idea de una mujer sumisa, dócil y casta. Durante la dictadura de Franco, se requisaron todos sus libros y se prohibió su nombre, junto a los de Zola, Voltaire o Rousseau. Intentaron que Carmen dejara de existir, porque Carmen era pólvora para un régimen castrense, religioso, medieval y que no respetaba nada, sin curiosidad por las otras culturas. Carmen era una activista por los derechos humanos. Así de sencillo. Como a Mary Wollstonecraft tras publicar Vindicación de los Derechos de la Mujer, se la tachó de algo parecido a puta o adúltera. Ahora sabemos que detrás de su corpulencia moral se escondía una mujer que respetaba a las putas y a las adúlteras. Al contrario de lo que pretende el insulto, el reproche ahora resulta cómico. Clara Campoamor pidió, tras el entierro civil de Carmen, que Madrid le dedicara una calle poniéndola su nombre. Lo cierto es que nos encantaría ver en los callejeros de Logroño, de Madrid, de Almería y hasta de París, sobre todo de París, que era la ciudad que más la apasionaba, una calle Colombine, un Boulevard Colombine.

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