El geólogo
Paul Theroux
Traducción de Damià Alou
Alfaguara
Barcelona, 2023
387 páginas
«Una vez que has estado fuera dejas de apreciar a la persona
que eres en casa.»
Los libros de viajes de Paul Theroux (Massachusetts,
1941) son algunas de las mejores experiencias literarias que hemos podido
disfrutar en las últimas décadas. Pero Theroux no sólo es un gran escritor de
viajes, es también un novelista con oficio y, lo que es más apasionante, con fundamento.
Su novela más conocida, La costa de los mosquitos, explora hasta dónde se
puede tensar el vínculo familiar en una narración cuya morfología puede
compararse, sin rubor, a la de La isla del tesoro. En Tierra madre
vuelve a los asuntos familiares y a la ansiedad que genera un progenitor
farsante y ególatra, en una obra maestra que bien podría deber su potencia a la
necesidad de saldar deudas. Ahora nos llega esta novela, El geógrafo, en
la que Theroux parece estar justificando a Caín, parece querer decirnos que ese
mito no nos lo relataron completo, porque no es oro todo lo que reluce, porque detrás
de la bondad puede estar la codicia.
El protagonista es un geógrafo que para llevar
a cabo su labor está constantemente de viaje. Así, durante la primera mitad de
la novela el viaje es un tema que por un lado aparece para dar pie a
reflexiones, sobre todo referidas al regreso del viaje, y por otro vertebra,
pues nuestro protagonista, que es el narrador, se va construyendo al margen de
su lugar de nacimiento, de un padre que falleció demasiado joven y de una madre
que tal vez sea buena persona, pero está ausente. El peso familiar queda
atrapado en el vínculo con el hermano mayor, un príncipe destronado cuyo
propósito vital será destruir al hermano pequeño, destruir su familia, su
felicidad, su economía. El protagonista será un hijo pródigo que regrese una y
otra vez a su hogar sin hallar la alegría de la bienvenida, mientras su hermano
se va labrando una fama como abogado que pleitea a favor de quien sufre
accidentes de trabajo. Este abogado resultará no sólo ser luciferino, sino también
un usurpador hasta de la memoria, o del relato que brota de la memoria.
Hasta tal punto que el protagonista debe
construirse una vida paralela, lejos, para intentar ser feliz. En Colombia o en
Zambia, donde tendrá una amante y un propósito. Aunque siempre retorna a sus
raíces, a su mujer, a quien conoció en un viaje y arrastró a la aldea natal, y
a su hijo. Pero ni siquiera allí encuentra descanso. No se trata de que los
fantasmas no cesen de acompañarle, sino de que es imposible desprenderse de las
obsesiones. Contra los primeros uno podría llevar a cabo alguna terapia que le
ayudara a integrarlos, pero contra las obsesiones la única receta válida sería
volver a nacer. El príncipe destronado está llevando a cabo su venganza de
largo aliento, incluso durante sus ausencias, y en la segunda mitad asistiremos
a un relato que deja Casa tomada, el cuento de Cortázar, en un ingenio que
se asemeja más a un tweet divertido que a un cuento. Theroux, que no tiene
prisa en narrar, que se toma su tiempo para ir desgranando las sensaciones y
las razones del protagonista sin permitir que la acción no progrese, consigue incrementar
la tensión a lo largo de las casi cuatrocientas páginas de la novela, y nos
transmite mucho malestar, nos lleva incluso a preguntarnos si no seremos
nosotros también víctimas de un acoso familiar semejante y no lo hemos
percibido. Como el protagonista, hemos necesitado salir para que lo que nos
suceda nos lleve a emocionarnos. Como él, necesitaríamos de la ayuda de una
familia de delincuentes, a quien conoció y socorrió en el desierto de Sonora,
para salir del apuro. Y todo engarzado en una obra que funciona como un tiro
que se mantiene en el aire durante todas las horas de lectura.
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