La tribu de los
árboles
Stefano Mancuso
Traducción de David
Paradela López
Galaxia Gutenberg
Barcelona, 2023
195 páginas
En lugar de un Estado,
los árboles crean bosques. La mayor diferencia entre un bosque y un Estado está
en una de esas ideas que constituyen la esencia del anarquismo: uno no cree en
gobiernos o administraciones, uno no tiene fe en la polis —ni siquiera en las ciudades-estado griegas— ni en las grandes organizaciones colectivas, sean religiosas
o ideológicas, porque uno sólo cree en la felicidad. Si existe una forma de
organizarse natural, si existiera porque los árboles cobraran movilidad y
habla, sería, más bien, la propia de la tribu: una complicidad colectiva en la
que el individuo no pierde su identidad mientras forma parte de una identidad
de grupo. Con cierta cortesía y ambigüedad, podríamos hablar de que la tribu es
una forma de amar.
El profesor y neurobiólogo
Stefano Mancuso (Catanzaro, 1965) nos ha venido recordando que la vida vegetal la
trama sobre la que generamos todo lo demás, que la Tierra debería ser
considerada el mundo de las plantas, que su existencia puede leerse como una
aventura, que la fitosociología es algo más que una ciencia en la que colgar su
tiempo algunas personas a las que les gusta el aire libre, que los árboles se
comunican y cooperan. Las plantas viajan, memorizan y resuelven problemas cotidianos,
nos muestran otro modelo de organización social, sin pirámides. Hasta aquí, podríamos
hablar de un Mancuso sabio y muy efectivo en su relato, porque un ensayo, que
es el género que en el que se ha venido expresando, también es un relato: parte
de su éxito consiste en que nos creamos lo que dice. Pero en La tribu de los
árboles intenta generar una novela, pura ficción, a partir de sus pasiones
y conclusiones. La reivindicación sigue siendo mucho más que digna, sin embargo,
la impresión es que la obra no termina de cuajar dentro del género al que se
entrega.
Entramos a través de un
mapa de una tierra ficticia, conocemos a unos protagonistas, que son árboles,
divididos en clanes, nos movemos en un territorio que se podría parecer a nuestro
planeta, aunque si se tratara de él nos ubicaría en una época fuera del tiempo
conocido. Y desde el inicio uno identifica los principios ecológicos que rigen
las intenciones del autor. A lo largo de la lectura, podemos pensar en ciertas
obras de Ursula K. Leguin, y hasta en la película La princesa Mononoke,
por ejemplo, para aclarar cuál es el ambiente en el que se mueven nuestros
árboles, los aventureros que necesitan encontrar algo de sabiduría para reiniciar
una convivencia que combata el cambio climático. A través de la memoria del
protagonista, lo cual nos lleva de nuevo a la añoranza, asistimos a un
movimiento algo lento, como el de los Ents que ideó Tolkien, de gente que intenta
reestablecer el equilibrio. El narrador nos habla de sus años de juventud, cuando
a uno no le queda más remedio que crecer, y mientras se va haciendo mayor
cuestionarse quién es. El eje, eso sí, será el universo: somos parte del
cosmos, somos parte del flujo de la naturaleza.
El pero que le podemos
poner a tantas buenas intenciones, a tantos buenos mimbres, es que la inocencia
que transmite la obra resulta un tanto infantil. La inocencia puede ser un
valor literario, de hecho, tal vez sea el valor literario más grande y menos
valorado, pero la narración se queda en un apunte, en una sencilla fábula. Nos
falta un poco de potencia para que funcione del todo la ingenuidad, en el
sentido más etimológico del término: en latín ingenuus quería decir
nacido libre. Con todo, sólo cabe leer con respeto esta novela, que imita a las
leyendas antiguas para reclamar la prioridad más moderna, que es la necesidad
de cambiar tantos y tantos paradigmas.
Fuente: Zenda
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